Seguro que, si estando en una playa, usted ha notado unas olas más fuertes de lo normal y unos apurados gritos entre los bañistas, no ha podido evitar acordarse de aquel gigantesco tiburón que tantas pesadillas le causó en su infancia. No tengo duda de que cuando ve una montaña diferente, bañada por una intensa luz y con el halo misterioso de la Torre del Diablo, ha pensado en que quizá estén llegando unos extraterrestres para encontrarnos con ellos en una tercera fase.
Me parecería raro que, puesto a soñar aventuras, no se metiera usted bajo el típico sombrero de un intrépido arqueólogo en busca de la mítica Arca de la Alianza. E incluso, que ante una hermosa luna llena, no crea haber visto una bicicleta surcando el cielo y un pequeño personaje cuya máxima ilusión es volver a su casa…
Podríamos seguir con más ejemplos que estos de Tiburón, Encuentros en la tercera fase, En busca del arca perdida y E.T. Con la particularidad de que todos ellos pertenecen al mismo autor, Steven Spielberg, el máximo creador contemporáneo de iconos que perviven en nuestra memoria colectiva. No es precisamente sencilla esa elaboración de imágenes que permanecen indelebles a lo largo de años y décadas. Solo un puñado de cineastas lo han conseguido en la más que centenaria historia del cine, señal inequívoca de su dificultad. Porque hay que penetrar muy a fondo en el inconsciente de una sociedad, bucear en sus recovecos, inquietudes y deseos para lograr un resultado así.
¿Desean que sigamos hablando de la resurrección de los dinosaurios, tan adorados por niñas y niños de todas las latitudes después de Parque Jurásico? ¿Les apetece que, remontándonos a los comienzos de la carrera de Spielberg, indaguemos en por qué cuando un vehículo permanece pegado al coche que conducimos nos viene a la cabeza aquel terrible camión cisterna que atormentaba al protagonista de El diablo sobre ruedas? Nos adentramos así en el terreno de un juego específico entre la pantalla y el espectador, quien se lleva sin apenas notarlo un mundo de ficción a casa.
El terreno del juego
Se sentía muy afortunado Orson Welles por haber jugado durante años con el mayor tren eléctrico imaginable como era el cine, por haber disfrutado de él con un placer infinito. De esa misma extirpe es Spielberg, como dejaría patente al homenajearle en su recreación de La guerra de los mundos. Porque si vamos al terreno del juego, es que estamos hablando de la infancia, ese "único espacio en que somos libres de verdad", dice él, ese territorio propicio a los mitos en el que se apoya buena parte de la filmografía del realizador. De ahí nacen aquellos iconos, porque es en esa edad iniciática cuando brotan con irresistible poderío.
Spielberg ha sido capaz, en una línea radicalmente opuesta a otras de sus películas, de que el gran público reconozca la infinita barbarie del holocausto
En el caso de que todavía alguien lo ignorase, la autobiográfica Los Fabelman con la que Spielberg aspira con fuerza a los próximos Óscars, lo establece sin ninguna duda. Porque –con un confesado síndrome de Peter Pan a cuestas– regresa una y otra vez al terreno de sus pocos años, no para recrearlo sino como fuente de inspiración para relacionarse con sus semejantes. Y en verdad que lo ha conseguido, como demuestran los 11.000 millones de dólares que se calcula que han ingresado sus películas en los cinco continentes, cifra a cuyo nivel nadie había llegado antes e importante no por sí misma, sino por lo que denota de facilidad de comunicación con las distintas audiencias.
Pero este golden boy del cine norteamericano, que ha llegado a los grandes estudios mediante sus productoras Amblin y DreamWorks, no solo ha transitado con la máxima eficacia por ese universo de los iconos de nuestro tiempo. También ha sido capaz de que si, en una línea radicalmente opuesta, el gran público reconoce la infinita barbarie del Holocausto, su mente se remita a La lista de Schindler. O que cuando percibe la cruel e infinita sangría de la Segunda Guerra Mundial, sea al contemplar al desembarco en la normanda playa de Omaha rememorado por Salvar al soldado Ryan.
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O que acceda al infinito sufrimiento causado por la Gran Guerra de 1914-18 gracias a War Horse, cuando el incesante sacrificio de los caballos en el frente corría paralelo al de los seres humanos que morían en las trincheras. O que al sentirse solo y perdido en un aeropuerto, no reviva la peripecia de aquel apátrida Viktor Navorski deambulando sin cesar por La terminal.
De la aventura al musical
Perspectiva bifronte de un cineasta, la de la fantasía y la realidad, que transita con facilidad de un género a otro, ya sea la ciencia ficción, el cine de aventuras, la tragedia, el melodrama o incluso el musical, como demostrase muy recientemente en su West Side Story y su coreografía deslumbrante por las calles de Nueva York. Al fin y al cabo, la multiplicidad de géneros, incluso de aquellos que estaban considerados de menor nivel, figuraba entre las perspectivas de los jóvenes cineastas norteamericanos que a comienzos de la década de los 70 rompieron con las normas de un Hollywood caduco y conservador.
George Lucas, Spielberg, Martin Scorsese o Francis Ford Coppola fueron la punta de lanza de una generación que por su empuje y creatividad pronto se convertiría en dueña de las pantallas. El impresionante éxito de La guerra de las galaxias supuso la eclosión popular de este grupo del Nuevo Hollywood, que se sentía muy lejano de sus mayores. Cuando, aparte de Lucas y sus Jedis, Spielberg ya había hecho Tiburón, su primer gran éxito, Scorsese, Taxi Driver, y Coppola, El Padrino. Tal acumulación de talento significaba que el futuro era suyo.
Al analizar las dos primeras décadas de la obra de Spielberg en su famoso 50 años de cine norteamericano, Tavernier y Coursodon escribían que el cine de Spielberg "ha sido frecuentemente calificado de anti-intelectual (incluso por él mismo) y optimista, como si esas dos etiquetas tuvieran necesariamente que ir emparejadas; pero ocurre que la primera es claramente más exacta que la segunda".
Más que intelectual o no, creo que lo que define de forma nítida su filmografía es la búsqueda de la emoción, el acercamiento a unos determinados personajes cuyas vivencias son capaces de provocar la adhesión de los espectadores. Camino seguido y perseguido por el realizador con una insistencia que en ocasiones puede resultar excesiva, hasta blanda y complaciente con algunos de esos personajes que no lo merecen, pero que no por ello deja de ser definitoria, lo mismo que su continua exaltación del núcleo familiar.
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Con una modulación, que a medida que avanzaba su edad hasta los actuales 76 años, ha matizado con esmero, como esos compositores inteligentes que rebajan sus tonalidades cuando se acercan a la madurez.
Siguiendo su argumentación, los dos críticos citados afirmaban que no había que "asombrarse de que la tendencia a refugiarse en lo irreal, en lo fantástico, en el mundo de la visión infantil, sea la contrapartida de una cierta misantropía", que "se transluce claramente en la mordiente ironía con que Spielberg describe la sociedad norteamericana y la mayor parte de los adultos que la componen". Misantropía que, desde luego, no excluye la nítida empatía que el cineasta siente por buena parte de cuantos pueblan sus películas.
En 'Múnich', el director pone en pie la trágica Olimpiada de 1972 en la que se produjo la masacre de once deportistas israelíes a cargo de Septiembre Negro
Aquel principio de Jean Renoir, tantas veces repetido, de que "todo el mundo tiene sus razones", encuentra en él un entusiasta partidario. Raro será encontrar en su cine un esquematismo empobrecedor o unos prejuicios consolidados: todo lo contrario, puede conseguir que entendamos a un ciudadano mediocre que trabaja como agente para la Unión Soviética en El puente de los espías, con su impresionante reconstrucción del Muro de Berlín; o que ya en su día nos llegase a conmover la perseguida pareja de Loca evasión.
Si hablamos de la valía de la reconstrucción del Berlín de la Guerra Fría, el elogio es extensible a cuantos filmes de Spielberg ponen en pie mundos ajenos al suyo. Lo hizo pronto en la melodramática El color púrpura y en la histórica El imperio del sol, tanto en el caso de la Georgia esclavista de principios del siglo XX como del contraste entre el Shanghai mundano y la represión ejercida por el ejército japonés tras invadir China, visto a través de los ojos de un adolescente.
Otro tanto en la minusvalorada Múnich, con la trágica Olimpiada de 1972 en la que se produjo la masacre de once deportistas israelíes a cargo de Septiembre Negro. Pero también en el citado remake de West Side Story hay una visión de la ciudad desde ángulos bastante más realistas y cotidianos que en el filme original, algo que –dentro de un relato fabulador e inclinado hacia la mitificación– también cabe encontrar en la saga del arca perdida y en numerosos títulos más. Si la labor definitoria de todo cineasta es aportar la visión de un mundo aparte, o acercarse al propio desde perspectivas singulares, Spielberg cumple sin duda con ese requisito creativo básico.
Es verdad que medios económicos tiene para ello, porque completa su faceta de director con la de productor, la mayor parte de las veces para sus propias películas, aunque también para otras como Poltergeist, Los Goonies o la serie Regreso al futuro, dirigidas nominalmente por Tobe Hooper, Richard Donner y Robert Zemeckis, pero que llevan su impronta, su visión del papel del cine. Los éxitos de Spielberg, aunque mezclados con algunos resonantes fracasos (1941, Always, Hook, Amistad, Mi amigo el gigante), le permiten mantener ese sello de identidad sobre filmes realizados por colegas con menor personalidad.
Tampoco podría entenderse la carrera de Spielberg sin la prolongada colaboración de una serie de nombres propios. En primerísimo lugar, el eterno compositor John Williams, cuyas músicas están indisolublemente unidas a las imágenes a las que acompañan, en una simbiosis extendida nada menos que a lo largo de ¡29 películas! Pero también otras personas como los productores Frank Marshall y Kathleen Kennedy, su "compañera de juegos" a la hora de inventar ficciones, y, en cuanto a guion se refiere, Melissa Mathison y, durante la última etapa, Tony Kushner, además de unos intérpretes encabezados por el siempre magnífico Tom Hanks, un actor muy confiable, que en Los archivos del Pentágono brilla con intensidad como Ben Bradlee, el director del Washington Post.
Aquí Spielberg renueva la línea de películas de los 70 sobre investigaciones periodísticas de trascendencia, cuyo máximo ejemplo sería Todos los hombres del Presidente. Permítanme terminar con un recuerdo personal: en noviembre de 1973, una compañía multinacional norteamericana nos invitaba a los entonces críticos de la revista Triunfo a ver una película (en realidad, un telefilme) que respondía al título original de Duel. Tanto a Diego Galán como a mí, la compañía nos comunicó que su director, un desconocido llamado Steven Spielberg estaba en Madrid pero no encontraban a nadie que quisiera entrevistarle.
Dado que la película nos había impactado, aceptamos. Y fuimos al Hotel Palace para entrevistar a un joven tan serio como tímido. La charla superó la hora de duración y quedamos muy amigos de aquel muchacho de Cincinnati que nos aseguraba que llevaba haciendo cine desde los trece años, cuando rodó, incluso con actores, el filme Escape to Nowhere y cuyo primer corto profesional, Amblin’, de 1969, daría nombre después a su productora.
De aquel Spielberg que nadie se interesaba por entrevistar a la "superestrella" que hoy todo medio desearía, hay un largo camino que se resume en el incesante paso del tiempo, en este caso reflejado en un cineasta de época.