Estibaliz Urresola lleva a Berlín el emotivo retrato de iniciación de una niña transgénero
'Tótem' de Lila Avilés se postula como una de las firmes candidatas al Oso de oro, mientras que Angela Schanelec profundiza en su insobornable estilo con 'Music', la película más genuina de cuantas han pasado este año por Berlín
22 febrero, 2023 17:1320.000 especies de abejas, el debut en el largometraje de ficción de Estibaliz Urresola Solaguren, es la sucesora de Alcarrás (Carla Simón, 2022) y Un año, una noche (Isaki Lacuesta, 2022) en la sección oficial de un Festival de Berlín especialmente receptivo para con el cine español, tanto a tenor de la presencia en la presente edición de títulos como Matria (Álvaro Gago, 2023), Sica (Carla Subirana, 2023) o Samsara (Lois Patiño, 2023) ubicados en otros apartados del certamen, como por el homenaje que, en colaboración con la Academia del Cine Europeo, le rindió al recientemente fallecido Carlos Saura el pasado lunes con la proyección de su último trabajo Las paredes hablan (2022).
Las virtudes de la película de Urresola se concentran en un tramo final especialmente emotivo, atravesado por breves elipsis que suprimen los múltiples subrayados de un guion que asume que verbalizar cada matiz es la mejor manera de transmitir ideas más o menos complejas acerca de la diversidad.
Hasta ese desenlace en el que los afectos y la aceptación comulgan, asistimos a las vacaciones veraniegas que devuelven a Ane (Patricia López Arnáiz) y a sus tres hijos a su pueblo natal y que discurren entre admoniciones descendientes (de adultos a jóvenes), metáforas blandas y reveses melodramáticos que salpican este relato de iniciación de una niña transgénero de ocho años a la que Sofía Otero le brinda un trabajadísimo abanico de matices.
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En esta película voluntariosa, cuya temática no debería reducir los análisis a lo coyuntural, dos conflictos identitarios distintos pero superpuestos hinchan el metraje hasta los 125 minutos abusando del diálogo explicativo y de un didactismo cuya coartada encuentra acomodo en la tierna edad de la protagonista.
Su proceso de autoexploración, indefectiblemente ligado a un acto de reconocimiento público, sirve como pretexto para la difusión de conceptos vinculados a esa angustia interior casi intransferible, pues las dificultades para expresar que la percepción que Aitor (Sofía Otero) tiene de sí misma y que no concuerda con el género que le ha tocado en suerte se levantan como un muro infranqueable entre ella y los demás (principalmente, su madre).
Además, desde el guion se asume que para profundizar en esa enmarañada red de incomprensiones, sentimientos y contradicciones, urge desplegar un mapa de relaciones que nos ayude a entender los diferentes estadios evolutivos por los que pasa la niña (cómo es el trato con su hermano Eneko, la complicidad que establece con su tía, su nueva amistad con Nika...).
Esa escritura expansiva también se aplica al personaje de Ane, una artista en stand-by que lidia con un pasado menos amable que el acuñado por la siempre agradecida mitología local (su padre, un escultor ya fallecido, aparece y reaparece como figura totémica). También una mujer que esconde una crisis de pareja irreparable, su segundo divorcio flotando en el aire como una nube de aroma acre. Y, por último, una madre que viaja hacia un futuro tan indeseado como irremediable que pasa por obtener una plaza de profesora en Bayona para correr con los nuevos gastos que se presentarán en cuanto se consume la ruptura.
La acumulación de conflictos que zumban en el interior de la colmena familiar – convendría no dejar de lado el retrato del conservadurismo asociado a una parte de la sociedad vasca o la ausencia de las figuras masculinas- vuela hacía el espectador sin escalas, como si recurrir al subtexto fuese como lanzar al mar un mensaje urgente en una botella que corre el riesgo de extraviarse, de no llegar cuando más falta nos hace. Por eso 20.000 especies de abejas gana cuando calla. En esas escenas lacustres en las que Aitor va interpretando su cuerpo por comparación, o en esa desesperada búsqueda de la niña a través del bosque en la que Ane acepta, nombrándola, la verdadera identidad de una hija que nació en el cuerpo equivocado.
En ese final se concentran todas las bondades de este drama de espíritu luminoso situado en un verano decisivo, al que, sin embargo, parece pesarle un miedo terrible a que su caleidoscópica lectura sobre la diversidad caiga en la incomprensión.
Original y copia
Asistimos a una edición de la Berlinale en la que un ramillete de los títulos presentes en la sección oficial exhiben una idolatría iconográfica que desemboca en reformulaciones gritonas del cine de Claire Denis (Disco Boy) o de Martin Scorsese (Manodrome), cuando no en la imitación de uno mismo (léase Margarethe Von Trotta). Títulos que, además, desatienden la labor dramatúrgica hasta extremos risibles, como si el poder para replicar determinadas estéticas –incluso para anabolizarlas- fuese el salvoconducto para saltarse las fronteras de la lógica interna o pudiera valer como coartada para encontrar el camino más fácil hacia la imagen definitiva.
Puestos a buscar un ejemplo de mimesis satisfactoria, digamos que Tótem de Lila Avilés sabe reinterpretar a ritmo de allegro las claves del cine Lucrecia Martel, incorporándoles una siempre saludable dosis de humor que limpia de gravedad una premisa que parecía abocada a erigirse en una tragedia ahogada en solemnidad: la celebración de la fiesta de cumpleaños de un enfermo terminal.
Huidizo en intermitente retrato impresionista de un árbol genealógico de tronco nudoso en el que la nervadura de los desarreglos entre unos y otros culebrea hasta la raíz de los afectos, el segundo largometraje de la cineasta mexicana vindica el festejo de la existencia misma justa cuando está a punto de marchitarse.
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Avilés se cuela en el caserón familiar -una vez cerrado el prólogo será el espacio único de la función- de la mano de Sol (Naima Sentíes), la hija de ese muerto vivo al que todos le impiden ver porque debe guardar fuerzas para la fiesta. Su presencia puntúa la narración, pero la autora de La camarista (2018), filme que ya trabajaba sobre la relación entre espacio y personajes, se despega de los usos y costumbres del coming of age para espiar como una entomóloga concienzuda a cada miembro de ese clan, desentrañar su red de interrelaciones e ir susurrando los conflictos como si nos estuviera revelando secretos inconfesables, desatendiendo academicistas estructuras prefijadas y dejando que las emociones vuelen libres.
Su cámara merodea por las estancias de la casa como si buscase recuerdos extraviados y revelaciones íntimas, y siempre se las arregla para ponernos tras la pista de lo decisivo. En una película en la que las confesiones son como icebergs que ocultan el enorme bloque de hielo de la verdad, uno debe atender a la ubicación del foco para encontrar en los gestos, en las miradas, aquello que las palabras ocultan o solo expresan a medias (la secuencia del reencuentro entre padre, madre e hija en la habitación del animoso moribundo valdría como botón de muestra para apuntalar esta idea).
Y en ese hogar en el que mas pronto que tarde quedará una cama libre, vemos como la vida trepa por las vigas, alumbra las bombillas del patio y enciende los ojos de Sol con la luz de la que quizá sea la única verdad irrebatible: la muerte.
Muertos hay, también, en Music, el último trabajo de la inclasificable Angela Schanelec, particularísima revisión del mito de Edipo y paso adelante en su carrera, sin duda la obra más genuina de cuantas han pasado por el Palast berlinés. Practica la cineasta alemana una suerte de barroquismo posmoderno que no encuentra eco en ninguna otra figura del cine contemporáneo. Un barroquismo que no parte de las composiciones abigarradas – sus planos son de una limpidez prístina – sino de una superposición de capas que actúan por sedimentación, de manera que tiempos, tonos, géneros, espacios y antecedentes -aquí Sófocles/Grecia y Hölderlin/Berlín- confluyen en lo que a la postre solo puede definirse como una película mutante, en permanente evolución.
Dos apuntes sobre estás metamorfosis: la introducción, en un momento trascendente, de la música en la narración a través de un magnetófono para luego desplegarse como materia extradiegética e ir impregnando el metraje o los cambios que experimenta el filme a medida que la situación de Jon (Aliocha Schneider) cambia, del estatismo y la frontalidad iniciales al primoroso traveling final; del silencio que inunda el tramo inicial a una mínima normalización de los diálogos en el segundo acto (dos decisiones de puesta en escena vinculadas a la consolidación de sendos núcleos familiares).
Si hablamos de evolución es porque Music pervive mucho más allá de su visionado y necesita del apoyo discursivo de la propia autora para que el espectador entre en posesión del libro de códigos que le permita descifrar todos los enigmas que se esconden en el interior de las múltiples elipsis que, con delicada ferocidad, entrecortan el relato (véase posmoderno en ese sentido, pues).
Schanelec entiende el cine como un juego de pensamiento en el que la audiencia debe asumir que perderá unas cuantas manos antes de llegar al final. Para entrar en Music es necesario activar el sentido de la inferencia y afilar la intuición, unir todo aquello que se elide y que, a la fuerza, nos incorpora a la película (o nos obliga a dimitir).
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La revisión de latragedia de Sófocles asume el hueso de su argumento –un niño es abandonado y cuidado por sus padres adoptivos, a los 20 años mata a un hombre de manera accidental, es encarcelado, en prisión se enamora de una celadora, se casa con ella y forma una familia; la mujer resultará ser su madre– para vindicar la modernidad de los clásicos a través de una narración mínima, esencial e iterativa.
Estamos ante un mash up mitológico entre Edipo y Sísifo en el que, por ejemplo, Schanelec no altera la edad de los personajes (la madre y esposa siempre conserva el mismo aspecto, lo que por un lado, genera confusión y necesita ser explicado, pero por otro remarca la permanencia de determinados arquetipos) o vincula de manera constante el nacimiento con la muerte (en el entierro de Iro aparecerá una mujer sosteniendo un bebé, también veremos a un recién nacido en la secuencia del atropello situada en Berlín) transmitiendo una idea de circularidad, de reactivación y de actualización de un icono doloroso –Jon entrando en una comisaria de policía alemana comprobando como el peso de una culpa secular se precipita sobre su conciencia – que encuentra su tabla de salvación en esa música analgésica que da título a una película insobornable, críptica e indudablemente valiosa.