En 1877, Francisco Navarro Villoslada comenzó a publicar su célebre Amaya o los vascos en el siglo VIII, desequilibrada combinación de historia inventada y real, leyenda, folletín romántico y propaganda carlista, que dio a Euskal Herria algo así como un mito fundacional, siguiendo los ejemplos del vascofrancés Joseph-Augustin Chaho y del escocés Walter Scott. Su libro, más ficción que realidad, se convirtió en lectura obligada para todo vasco.
Adoptada por ideologías de signo opuesto, admirada por Unamuno, denostada por Baroja, Amaya fue filmada en 1952 por Luis Marquina, ha sido cómic y cuento infantil. Hoy puede decirse que ha caído en un quizá no del todo injusto olvido, si bien las miles de ‘Amaias’ vascas –todos conocemos alguna– están ahí para recordarnos su impacto.
Casi 150 años después, un joven director vasco, Paul Urkijo (Vitoria-Gasteiz, 1984), partiendo de un cómic de finales de los noventa, obra de Muñoz Otaegui y el dibujante Juan Luis Landa, ha vuelto al mismo mundo legendario con Irati, siguiendo la senda fantástica abierta con su Errementari (2017).
Pero si en aquella, inspirada en una leyenda recogida por José Miguel de Barandiarán, el tono era picaresco, de fábula fantástica para todas las edades, aquí ha querido elevar su vuelo a territorios más complejos. Épicos y románticos, con implicaciones míticas e históricas.
Si Amaya la protagonizaba García Jiménez, caudillo vascón, en Irati tenemos a Iñigo Arista (o Eneko Eneko), su hijo según Villoslada, aquí hijo del hermano de García, Íñigo Jiménez, fundador de la estirpe de los Arista, y de Oneca, casada después con el musulmán Banu Qasi.
Tolkien, Jackson, Scott...
Si Villoslada escribe bajo la influencia de Scott, MacPherson, Chaho y Chateaubriand, y su sesgo ideológico es tradicionalista, neocatólico y carlista (lo que no impidió que Amaya se convirtiera en bandera del nacionalismo vasco), Urkijo filma bajo la de J. R. R. Tolkien y Peter Jackson, Ridley Scott y el fantasy, con sesgo ecologista, neopagano, progresista y vagamente nacionalista (conectándola con los “nuevos bárbaros” del cine europeo). Pero ambos hablan de la violenta transición del paganismo al cristianismo, del crepúsculo de los dioses y de amores trágicos e imposibles.
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Irati encuentra su mejor expresión como cuento de aventuras maravilloso –las escenas feéricas, los tesoros ocultos, la vieja serpiente Sugaar– con agradecidos aires de cine fantástico ruso. Le supera la ambición épica. Se nota necesitada de medios. Al contrario que en el cómic, Urkijo ha querido subrayar la tragedia, símbolo de dos mundos enfrentados que solo pueden unirse en el más allá. El exceso de drama, de gestos adustos, hace añorar algo de humor. Creemos que los vascos del siglo VIII también reían.
Urkijo, con ilusión y tesón, ha escogido un sendero atípico y difícil en el nada encantado bosque del cine español, con notables resultados. Ojalá que sus héroes y hadas legendarios sirvan de ejemplo a otros cineastas, por quijotesco que resulte el empeño.