Cerrar el concierto de Año Nuevo con una cumbia. Eso supone Rebelión para un género tan anquilosado como el biopic musical, una sacudida que ayer removió la sección oficial del Festival de Málaga. Para dar cuenta de la turbulenta vida del cantante colombiano de salsa Joe Arroyo el cineasta José Luis Rugeles se aparta de una estructuración al uso, desatiende la linealidad cronológica y se entrega con denuedo a la composición de un collage pesadillesco en el que superpone tiempos y texturas con la firme intención de captar las profundas e inexplicables contradicciones que atravesaron la trayectoria de un genio capaz de componer himnos contra la esclavitud mientras obligaba a sus músicos a resistir interminables sesiones de grabación que podían durar más de 20 horas sin descanso.
En mitad de ese torbellino fílmico sobrevolado por adicciones, relaciones volátiles y actuaciones memorables, Rugeles se marca un travelling cenital que atraviesa un bloque de apartamentos mientras viaja hacía el pasado para conectar distintos tiempos de la vida de Arroyo y dar cuenta de los condicionantes que marcaron la evolución de alguien que se crio cantando en burdeles y rodeado de pobreza.
La potencia visual de Rebelión, que recurre a una paleta de colores oscura en oposición a la exuberancia de la salsa, se manifiesta en la composición de una serie de tenebristas paisajes mentales en los que realidad, sueño e imaginación se mezclan para reflejar la ambivalente psicología de un músico talentoso y tiránico, profundamente complejo.
Con todo, quizá lo más novedoso de esta vibrante película es asistir al método creativo de Arroyo, a la capacidad de Rugeles para materializar en imágenes algo tan inefable como el duende, que aquí se traduce en unas extemporáneas prácticas compositivas intuitivas, sensoriales, genuinas (la superposición de sonidos creados por la propia voz de Arroyo utilizando dos grabadoras de mano). Rebelión es, desde ya, firme candidata a la Biznaga de Oro a la mejor película latinoamericana (y a unas cuantas más, empezando por la mejor dirección).
Matria y Tregua(s), dos debuts desiguales
En Matria, Álvaro Gago amplía y modifica la base de su cortometraje homónimo para facturar un frenético retrato femenino en clave obrera. El frenesí es el sustantivo que articula la apuesta del director gallego, sustentado en la intensa interpretación de María Vázquez y en un montaje que desbroza el relato de tiempos muertos, negándole a su protagonista y al espectador reposo alguno, justo lo contrario a lo que proponía Chantal Akerman en Jeanne Dielman (1975), película a la que se cita explícitamente pero con la que la película de Gago esta lejos de compartir filosofía.
Si hablamos de referencias hay que mirar a los hermanos Dardenne, probado modelo de éxito dentro del circuito de festivales a lo largo de las últimas dos décadas, tanto por la fisicidad de la puesta en escena como por la voluntad del director gallego de dotar de complejidad a un personaje principal zancadilleado por los apuros laborales —malvive acumulando trabajos precarios—, los desarreglos sentimentales (convive con un neandertal) y los desequilibrios emocionales que zarandean la relación con su hija adolescente.
El diseño de Ramona (María Vázquez) cubre cualquier aspecto de su idiosincrasia, desde los dejes idiomáticos o la manera de moverse hasta su carácter indómito que se traduce en un orgullo encendido que la lleva a reaccionar con inusitada vehemencia ante casi cualquier contratiempo. Sucede que, frente a esa protagonista perfilada hasta el detalle, se levantan una galería de secundarios apenas esbozados, casi como colocar un retrato al carboncillo al lado de un cuadro de Urbano Lugrís. La pareja, la hija o la amiga de Ramona se ajustan a la plantilla del estereotipo y debilitan la potencia dramática del filme a base de rebajar la verosimilitud de los conflictos.
Es difícil asumir que una mujer que deja su trabajo en una conservera cuando los nuevos propietarios anuncian una rebaja salarial, lo que le supone quedar abandonada a la intemperie del mercado laboral, no rompa con una relación tóxica y se amarre a un maromo sin oficio ni beneficio, con orujo en las venas y un desagradable apetito sexual que en no pocas ocasiones flirtea con la violación conyugal. Si estás dispuesta a arriesgar el pellejo quedándote en la calle por reivindicar tus derechos laborales, y eres capaz de encontrar otras vías de ingresos de manera más o menos rápida, ¿cómo es posible que no te desembaraces de un mastuerzo que solo te da techo y problemas? Uno entiende que Gago quiere ahondar en ese tipo de contradicciones, pero la escasa entidad del antagonista dificulta comulgar con según qué dilemas incardinados en una obra que posee nervio, sí, pero que grita sus propósitos en cada plano.
Y de un debut a otro. Las carreras de Álvaro Gago y Mario Hernández contienen no pocos paralelismos (vasta formación, cortometrajes exitosos) y el estreno en España de sus primeros trabajos en el campo del largometraje en el mismo certamen parecen alargar esa singladura común.
Tregua(s) es una pequeña película de cámara que encapsula el reencuentro de dos amantes que mantienen una relación intermitente prolongada a lo largo de una década. Ella es Ara (Bruna Cusí), una actriz de éxito, y él es Edu (Salva Reina), un guionista de no tanto éxito. Tras un año sin verse, la asistencia a un festival de cine (lo han adivinado, el de Málaga) les juntará de nuevo y a lo largo de una jornada repasarán el estado de su prorrogada aventura, se irán revelando secretos inaplazables y los dos terminarán por comprender, cada uno a su manera, en qué latitud de la geografía del compromiso se encuentran (el montaje paralelo final, que rompe con el planteamiento de la película, coloca a los personajes frente a esas realidades que se ocultan entre ellos y que nos indican qué grado de relación con la verdad guardaban sus confidencias previas).
A través de la réplica ingeniosa, Hernández busca limar la gravedad de tan íntimas confidencias para alejarse de la solemnidad de, pongamos por caso, el Noah Baumbach de Historia de un matrimonio (2019) o el Sam Levinson de Malcolm & Marie (2021), forzando en ocasiones la maquinaria del humor y acercándose peligrosamente a un sketch entresacado de Matrimoniadas.
Aunque, para ser justos, Tregua(s) podría verse como un episodio alargado de Modern Love (John Carney, 2019) con la salvedad de que, aquí, los estilos interpretativos de Bruna Cusí y Salva Reina son tan distintos que se necesita un zahorí licenciado en químicas para averiguar la composición de las moléculas de tan desapasionado romance.
La película se ordena en tres actos y un epílogo y en cada uno de ellos se atiende a un tema de fondo que serpentea a través de la conversación entre ambos: el reencuentro, el matrimonio y la paternidad. Este larguísimo diálogo entre dos infieles compulsivos —los dos tienen y han tenido parejas a lo largo de esa década— en el que ambos afrontan las contradicciones, los riesgos y los peajes de su conducta, ofrece hallazgos puntuales de puesta en escena cuya potencialidad no termina de explotar. Así, el juego con los espejos está en consonancia con la doblez del carácter, los cambios lumínicos apuntan a las distintas temperaturas por las que atraviesa la relación e incluso un llamativo salto de eje sirve para marcar el tránsito del fingimiento a la realidad.
También busca Hernández equiparar la distancia emocional de Ara y Edu a partir de su situación en el plano, algo que solo logra parcialmente en el tercer acto, utilizando la piscina de un hotel y el plano general como punto de partida para señalar su separación y acortando espacios y escalas a medida que rebajan sus diferencias, solo que el recurso queda anulado por el innecesario uso de planos y contraplanos que contradicen el planteamiento inicial. Una lástima.