La comedia no es el género más habitual en el cine portugués que, con cuentagotas, llega a nuestras salas. Digamos que la saudade, la melancolía, más que el humor, ha recorrido la obra de los principales cineastas portugueses, de Paulo Rocha y Manoel de Oliveira a Pedro Costa y Rita Azevedo Gomes.
No obstante, en la obra de directores como João César Monteiro –León de Plata en Venecia por Recuerdos de la casa amarilla (1989)– o Miguel Gomes, en especial en su trilogía Las mil y una noches (2015) y en su reciente Diarios de Otsoga (2021), sí encontramos enfoques satíricos y fogonazos de una particular ironía rayana en lo absurdo. Sin olvidar un filme tan genuino como Diamantino (Gabriel Abrantes y Daniel Schmidt, 2018), una alocada alegoría política sobre la actualidad protagonizada por un sosias del futbolista portugués Cristiano Ronaldo.
Tras unos inicios marcados por películas de atmósferas oscuras y personajes sometidos a la fatalidad, como El fantasma (2000) o Morir como un hombre (2009), y tras proponer un bello y luminoso viaje en la inclasificable El ornitólogo (2018), que le valió el premio a la mejor dirección en Locarno, João Pedro Rodrigues (Lisboa, 1966) se ha lanzado a la comedia, con toques de musical, en Fuego Fatuo, y el resultado es un delirio absoluto.
La película se presenta como una suerte de distopía en la que un rey de Portugal moribundo recuerda desde su lecho de muerte en el año 2069 cómo en su juventud, y contra el criterio de sus progenitores, se empeñó en ser bombero, pasando una temporada en un parque aprendiendo la profesión.
En un largo flashback que arranca en 2011 y que ocupa la mayor parte de los 60 minutos de metraje, atendemos a cómo al entonces príncipe Alfredo (Mauro Costa) se le despierta la conciencia ecologista en un simétrico bosque real al son de la inocente e infantil Uma Árvore, Um Amigo de Joel Branco, entonada por un coro de niños en un tierno y desnudo número musical.
La película se presenta como una suerte de distopía en la que un rey de Portugal moribundo recuerda desde su lecho de muerte cómo en su juventud se empeñó en ser bombero
Este comienzo entre lo paródico y lo fantástico permite a Rodrigues tratar a continuación con absoluta libertad algunos de sus temas favoritos, en especial ese erotismo homosexual del que ya dejó buenas muestras en El ornitólogo.
Todo comienza con esa divertida recreación (o resignificación gay) de algunas grandes obras de la Historia del Arte para un calendario de bomberos, para pasar a la calenturienta relación que establece el príncipe con el apagafuegos Afonso (André Cabral), que alcanza dos puntos culminantes: por un lado, la colorista coreografía de seducción al son de Control+C Control+V de Ermo, y, por otro lado, ese plano secuencia circular en el que los amantes retozan en pleno 69.
Con la imagen fálica como motivo visual de la película (casi hasta el empacho), Rodrigues consigue un filme divertido y veloz, que en su aparente ligereza esconde un tratado político sobre la identidad de un país y la libertad sexual, que a pesar de sus rigurosas apuestas formales y estéticas no olvida ni por un segundo que hemos venido al mundo a divertirnos.