Antonina Tchaikovsky, “aquella loca” que aceptó casarse con un hombre que no amaba a las mujeres, duda. Tiene que condensar, en el reducido espacio de una cinta fúnebre, unas últimas palabras que expliquen, para sí misma y de cara a la galería, su amor hacia el difunto compositor. Kirill Serébrennikov conoce bien la falta que supone dicha síntesis hacia la verdad: es apenas un tuit, una insignificante pincelada reparatoria sobre una imagen pública maltrecha por el chismorreo.
Las dos horas y media de la nueva película del director de La fiebre de Petrov (2021) pueden entenderse como el espacio que Antonina no tuvo, como un hogar para dar cabida a todo aquello que fue y sintió. Antonina vive satisfecha a pesar de tener una relativa conciencia sobre su indigna posición.
Ser la esposa de un idolatrado estandarte artístico nacional bien vale el dinero de la dote que ella debe recibir por la herencia de un bosque familiar que nunca ha visto, solo en el paisaje que cuelga de un diminuto marco en su comedor (ese es el argumento que empleará para convencer a Tchaikovsky, alcoholizado y en manos de una bohemia que cuesta dinero).
Además, insiste la película, la mujer está enamorada. Una orquesta de cuerdas, tropeles de caballos e incluso la mirada expectante de Dios, desde lo más alto de un campanario: el mundo despierta cuando recibe cartas de su hombre.
Como en La fiebre de Petrov, la cámara se interna en las tripas profundas de su país, acariciando la piel húmeda de los callejones. Los años pasan entre cubazos de agua sucia y embates de pasión. Pasión de ella porque Tchaikovsky, siempre tenso, suficiente tiene con mantener un corsé heterosexual que amenaza con asfixiarlo. Durante la boda, Serébrennikov se divierte alzando banderas rojas: a Piotr el anillo apenas le cabe en el dedo, se le apaga la vela sacra y lo acompañan las miradas curiosas de un buen grupo de apuestos efebos.
Sin embargo, el cineasta admira la determinación de Antonina, y moviliza todo en escena para retribuirla. En interiores, vemos a Alyona Mikhailova y Odin Lund Biron (señora y señor Tchaikovsky), actores en la compañía teatral que dirige el cineasta, ocupar el espacio como lo harían en cualquier escenario. Posando en varias sesiones fotográficas, el compositor rompe la cuarta pared y fija la mirada en el patio de butacas, como suplicando la comprensión de los siglos venideros (la película ganó la Palma Queer en Cannes).
La película cierra con un número musical que recuerda a los cuerpos elásticos de los videoclips de Sia. Es quizás el último ademán de Serébrennikov por alcanzarnos con el espectáculo pirotécnico-emocional de su protagonista, pero dos horas y media dan para mucho.
La mujer de Tchaikovsky produce cansancio. Incluso Mikhailova (que rodó el filme de forma cronológica) acaba visiblemente agotada. Antonina camina un viacrucis largo y cruel, que la empodera solo cuando pierde los nervios. Serébrennikov juega en el mismo terreno que todas las generaciones de psiquiatras que la tildaron de histérica. La reivindica, sí, pero cómo.