Los primeros compases de la majestuosa banda sonora de Alexandre Desplat para The Lost King perfilan un claro homenaje de las partituras que Bernand Hermann compuso para algunas de las películas más célebres de Alfred Hitchcock. Además, la tipografía y los grafismos de los títulos de crédito iniciales evocan los diseños con los que Saul Bass, otro colaborador de cabecera del maestro del suspense, embelleció Con la muerte en los talones (1959).
Dicho esto, el espectador cinéfilo puede experimentar un cierto desconcierto al comprobar que The Lost King reniega de la espesura psicológica y la turbiedad atmosférica –pilares del imaginario hitchcockiano- en favor de una aproximación transparente a los códigos de la comedia dramática de corte popular.
Un cambio de tercio que deja en el tintero un elemento sustancial del abecedario fílmico del director de Psicosis: el Macguffin. En The Lost King, el Macguffin es la tumba del rey Ricardo III, cuya búsqueda obsesiona a Philippa Langley, una mujer de 45 años que encuentra en la empresa arqueológica una luz para su apagada existencia.
The Lost King lleva a la gran pantalla el libro The King’s Grave: The Search for Richard III, en el que la verdadera Philippa Langley, junto al autor de novelas históricas Michael Jones, relató su renuncia al trabajo de administrativa para entregarse en cuerpo y alma a la investigación histórica.
El filme supone también el reencuentro del cineasta británico Stephen Frears (Leicester, 1941) con la pareja de guionistas formada por Jeff Pope y Steve Coogan, quien además asume tareas interpretativas y de producción. En 2013, el trío consiguió un encomiable triunfo con la emotiva Philomena. Ahora, en The Lost King, director y guionistas demuestran nuevamente su buena mano para la confección de dramas con las dosis justas de ironía británica.
Del lado dramático, la odisea de Langley en busca del cuerpo de Ricardo III se presenta marcada por unos achaques de salud vinculados al síndrome de fatiga crónica, una enfermedad que convierte a la protagonista en una mujer incomprendida e infravalorada. Esta situación es aprovechada por Frears, Pope y Coogan para trazar un paralelismo con la figura de Ricardo III, a quien la insospechada heroína del filme considera una víctima de falacias ignominiosas.
Tomando el Ricardo III de Shakespeare como fake news avant la lettre, la protagonista se propone recobrar no sólo el cadáver del vilipendiado monarca sino también su reputación. Langley se empeña en reivindicar el progresismo del rey en los ámbitos tecnológico, político y legislativo, aun cuando The Lost King muestra más interés por su pírrica batalla contra el poder institucional – representado por el mundo universitario– que por los motivos de su pugna.
La titánica lucha de Langley contra los elementos, que podría haber devenido un indigesto cóctel de compasión paternalista, es reconvertida por los responsables del filme en una fábula agridulce que se beneficia de pinceladas de humor que van del absurdo (un jefe lee disimuladamente y recita un manual de recursos humanos para apaciguar a una trabajadora irritada) a la comedia tipológica (un especialista en la figura de Ricardo III luce un corte de pelo al estilo medieval). Gags afortunados que favorecen el tránsito de The Lost King entre el drama intimista, la comedia amable y la aventura desprovista de épica.
Por el modo en que enlaza la intriga institucional con la especulación Histórica (en mayúsculas), The Lost King podría verse como una pariente discreta y humilde de El código Da Vinci (2006), aunque la diferencia entre ambas películas no es sólo de escala, sino sobre todo de temperamento. Y aquí es donde Frears hace gala de su capacidad para empatizar con personajes que navegan por los márgenes de la sociedad: los olvidados, los freaks.
Gestualidad quebradiza
Un interés por la idea de marginalidad que ha tomado las formas más variopintas en la ecléctica obra del octogenario cineasta, desde su retrato de la homosexualidad en la era Thatcher en la icónica Mi hermosa lavandería (1985) hasta su homenaje a la relación entre la solitaria Reina Victoria y su confidente indio-musulmán en La reina Victoria y Abdul (2017).
En The Lost King, la humanidad de Frears encuentra acomodo en la gestualidad quebradiza de la actriz Sally Hawkins, que se desmarca de sus registros habituales -del espíritu libre de Happy: Un cuento sobre la felicidad (2008) a la damisela en apuros de La forma del agua (2017)– para dar forma a un personaje resiliente que se hace fuerte ante la adversidad para defender sus valores. En la historia de Philippa Langley subyace un poderoso idealismo, una fe en la voluntad humana que acerca The Lost King a los postulados humanistas del cine de Frank Capra.
Así, como caballeros sin espada, pero acompañados por el espíritu de Ricardo III –aunque alguien debería haber recomendado a Frears que prescindiera del fantasma–, el cineasta y su heroína se encargan de repartir unas cuantas lecciones edificantes sobre la justicia universal y la nobleza del espíritu humano.
A vueltas con Ricardo III
Desde que, en 1912, André Calmettes y James Keane llevaron al cine el Ricardo III de Shakespeare, la gran pantalla no ha dejado de rendirle pleitesía. Ha sido encarnado por Laurence Olivier y Al Pacino. En 1962, Roger Corman cruzó Ricardo III con Macbeth en La torre de Londres, con Vincent Price. Aunque Ian McKellen se lleva la palma a la encarnación más excéntrica a través de un líder fascista en el Ricardo III (1995), de Richard Loncraine.