Popular autor en Francia de novelas juveniles, Christophe Honoré (Carhaix, 1970) sobre todo es conocido en nuestro país como autor de películas como Las canciones de amor (2007), una comedia romántica en clave pop en un París de ensueño o Vivir deprisa, amar despacio (2018) en la que reflejaba la devastación causada por el SIDA en los años 80.
Más autobiográfico que nunca, Dialogando con la vida refleja la traumática muerte en accidente de coche de su padre cuando tenía 17 años. Ambientada en el mundo actual, vemos “la peripecia del duelo” de Lucas (Paul Kircher, Concha de Plata a la mejor interpretación en el último Festival de San Sebastián), un chaval fantasioso y algo delirante que huye a París tras perder a su padre dejando sola a su madre (Juliette Binoche).
Allí se reúne con su hermano (Vincent Lacoste) y se enamora del compañero de piso de este, un aparcacoches de origen africano (Erwan Kepoa Falé) que acaba ejerciendo de figura paterna. Honoré nos cuenta por qué con esta película quería romper todos los estereotipos del cine sobre adolescentes.
Pregunta. ¿Sentía la necesidad de abordar la muerte de su padre?
Respuesta. Todo parte de allí. Me ha costado 14 películas poder hacerla. En ese momento, era imposible para mí aceptar la naturaleza aleatoria de un accidente de coche. Necesitaba decirme que había sido voluntario, no podía admitir que con frecuencia la vida puede decidir por sí misma destrozar un Edén, una familia idílica. Compartía este sentimiento de premonición del protagonista. Su propia tentativa de suicidio es una respuesta a esa convicción. No es por casualidad que trata de matarse en el coche familiar porque de alguna manera lo reinterpreta. Es muy difícil de adolescente no pensar que es una señal del destino. Crees que como tu padre está muerto estás predestinado a lo que sea.
P. ¿Puede haber también un sentimiento de liberación y culpabilidad a la vez?
R. Detesto esta idea pero de alguna manera tampoco me quito de la cabeza que he podido ser cineasta porque mi padre murió. Si hubiera seguido vivo, creo que no me lo hubiera permitido. Y luego, es cierto, que durante muchos años pensé que hacer cine era una forma de revivir a los muertos.
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P. Tras escribir tantas novelas juveniles, ¿llegaba el momento de abordar esa época en una película?
R. Rodar sobre la adolescencia parece que es una parada obligatoria para un cineasta. Con frecuencia, es una de las primeras películas de una carrera. A mí me ha costado varios años más. Lo que me interesaba era explorar la soledad. En Francia la tradición del cine adolescente viene de Truffaut, esa idea de “la primera vez” del sexo, la amistad… Yo lo veo al revés, para mí la adolescencia es un sentimiento de “última vez”. Es un duelo en el que nos despedimos de la infancia.
Soledad metafísica
P. ¿La adolescencia puede ser también una forma de tragedia entusiasta?
R. No quería que la adolescencia fuera el “tema” para llenar la película de emoción y ser lo más leal posible a mis propias emociones a partir de la muerte de mi padre. La idea es más bien que tenga una forma adolescente y sea orgánica, hay una alternancia entre los momentos de soledad, la impresión de estar solo en el mundo, y los de soledad metafísica. Me gustaba que fuera un reflejo contradictorio, con aceleraciones, un poco líricas, una especie de desierto, y que la continuidad sea la soledad adolescente.
P. El protagonista vive su homosexualidad sin inhibiciones, ¿quería celebrar una situación de mayor tolerancia?
R. En este sentido espero que la película no sea nostálgica. Yo viví mi adolescencia a finales de los años 80 y la situación era mucho peor. Era la época del sida, en la que incluso el otro se consideraba un peligro para uno mismo. Son sentimientos y emociones que expliqué en Vivir deprisa, amar despacio (2018). Por eso me gustaba celebrar que ahora los jóvenes pueden vivir su sexualidad de una manera muy distinta. La película tiene dos patas. Por una parte, emociones y sentimientos muy personales; por la otra, un personaje muy contemporáneo.
P. ¿El sexo es siempre fundamental en la adolescencia?
R. Estamos acostumbrados, sobre todo en las películas americanas, a que todo gire en torno a la pérdida de la virginidad, la idea de que el sexo con un desconocido nos abre las puertas de la vida. Aquí, la sexualidad es el único dominio en el que Lucas tiene un control. Sabe cómo dar placer y disfrutar de su cuerpo. Lo tiene muy claro, hace lo que quiere. El sexo es una parte de su identidad pero no es el centro del discurso. No quería que tratara sobre cómo lo descubre, cómo lleva su homosexualidad… Al contrario, es el único terreno fijo y asegurado de la película.
P. ¿Quería hacer una película contra los clichés sobre la adolescencia?
R. Quería crear dos discursos contradictorios. En las películas de adolescentes, de aprendizaje, vemos cómo es una etapa que conduce a otra y en este caso es más bien como una torre de naipes que se destruye a sí misma. Es peligroso como cineasta realizar una película que por momentos se autodestruye más que se construye pero eso hace que también tenga una cierta singularidad sobre esa época.