Por más que digan lo contrario, el cine sí puede salvar vidas. O cuanto menos restituirlas, ponerlas de nuevo en marcha. Con una depresión insondable tras el fracaso de su musical New York, New York (1978) –al que siempre hay que darle otra oportunidad–, hospitalizado por una salud frágil bombardeada por los excesos cocainómanos y con un matrimonio recientemente roto, Martin Scorsese (Nueva York, 1942) era lo más parecido a un boxeador noqueado en la lona.
Tenía apenas 35 años y se llegaba al fin de una era de hedonismos y desencantos caracterizada por los excesos, cuya liturgia de despedida había filmado poco antes con el concierto de The Band en El último vals. El Día del Trabajo de 1978, su amigo Robert de Niro le sacó del hospital con una historia de extremos sobre la naturaleza humana con la que perfectamente podría identificarse: la ascensión y caída del peso medio Jake LaMotta.
El guion había pasado por varias manos a partir de la propia y muy mala autobiografía del púgil, pero había algunas anécdotas que a Scorsese le despertaron el interés como director y a De Niro como intérprete dispuesto a habitar durante las 24 horas del día su personaje, bajo una técnica de transformación física (el rodaje se detuvo para que engordara veinte kilos, atiborrándose a comer en Italia) que ha sido referencia posterior para estrellas como Christian Bale, Bradley Cooper o Renée Zellweger.
Ambos reclutaron al propio boxeador como asesor del filme. El lado autodestructivo del personaje, sus emociones primitivas, su naturaleza violenta, eran carne de (melo)drama para Paul Schrader, quien junto al propio De Niro y Scorsese escribieron el guion de cero, diálogos incluidos, dividiéndolo en dos partes claramente diferenciadas: la historia de LaMotta como púgil y su trayecto posterior como showman.
Bajo esta escisión narrativa, y el extraordinario uso del blanco y negro (cortesía de Michael Chapman) en un tiempo en el que ya nadie lo hacía, el filme adquiere su cualidad épica y su estatuto lírico. Por un lado, se espeja en las películas de boxeo del Hollywood clásico, con Cuerpo y alma (Robert Rossen, 1948) y La fuerza del destino (Abraham Polonsky, 1948), ambas protagonizadas por John Garfield, a la cabeza, pero al mismo tiempo es como si licuara esos dramas clásicos con la estética neorrealista de la posguerra y el direct cinema posterior, que es el arco cronológico que recorre la historia de LaMotta.
Italoamericano nacido en el Bronx, se convirtió en campeón de pesos medios en los cuarenta con combates legendarios contra Sugar Ray Robinson, amasando una fortuna millonaria, con su hermano pequeño como representante (interpretado por Joe Pesci), para acabar convirtiéndose en un patético stand-up comedian en los años sesenta y terminar con sus huesos en prisión condenado por corromper moralmente a una menor.
De modo que con todo este material “basado en hechos reales”, Scorsese y Schrader (y la ayuda del guionista Mardik Martin) hallaron el modo de plasmar en la pantalla, con una furia y una belleza insólitas, sus relatos sobre la violencia, la culpa y la expiación. Mucho es lo que ha trascendido de Toro salvaje desde su estreno hace 43 años, cuando dividió profundamente a la crítica.
"Scorsese y Schrader hallaron el modo de plasmar en la pantalla sus relatos de violencia y culpa"
La fascinación de Scorsese por personajes masculinos incapaces de entender a las mujeres generó un ambivalente discurso machista sobre un hombre que solo podía pensar en ellas freudianamente, y así es como LaMotta trató a su Vickie antes y después del matrimonio (al menos en el filme), y en esa dualidad mórbida es como filma Scorsese a la rubia voluptuosa Cathy Moriarty. El filme trasciende el cuadrilátero del género pugilístico para convertirse prácticamente en un estudio sobre la psicopatía de los celos enfermizos.
El séptimo largometraje de Scorsese podría ser, junto a Terciopelo azul (con cuya protagonista, Isabella Rosellini, empezó a salir Scorsese precisamente durante el rodaje de Toro salvaje), el emblema de ese tipo de cine de autor, incómodo, turbio, experimental y sin límites aparentes, que la higiénica apariencia de Tiburón y La guerra de las galaxias condenaron a una vida casi clandestina en el Hollywood ochentero que bailó al ritmo de los blockbusters.
En aquel entonces se estrenaron otras películas de boxeo como Rocky II (1982), Combate de fondo (1979) o Campeón (1979), todas en relucientes colores, de éxito garantizado, pero ninguna transformó el género como lo hizo Toro salvaje. Cuando Peter Biskind tituló su crónica periodística del Nuevo Hollywood Moteros tranquilos, toros salvajes no solo acotó en el tiempo (1968-1980) el periodo narrado, sino el tipo de cine que incendió las pantallas para luego desvanecerse.
Ya el cine no pudo salirse del ring sangriento y deformado, que como el propio lienzo blanco se encoge hacia la claustrofobia o se alarga de forma expresionista en la mirada del púgil. Los insólitos efectos de sonido, el montaje de atracción emocional de Thelma Schoonmaker (encargada también de la revisión de la nueva copia), la sangre salpicando la lona, goteando por las cuerdas, ennegreciendo la esponja en la esquina del cuadrilátero… ¿se podrá volver a filmar el boxeo de forma tan realista y artificial al mismo tiempo? ¿Podremos volver a sentir frente a una pantalla la brutalidad de los upper-cut, el sonido del cuerpo al caer?
[Martin Scorsese producirá la nueva película Rodrigo Cortés, protagonizada por Mario Casas]
La decisión de meter la cámara en el ring y ocupar el espacio del púgil, golpeando y siendo golpeado, alargó el rodaje ocho semanas más de lo previsto. Las obras maestras lo son a veces porque rompen todas las normas precedentes. La soledad de LaMotta/De Niro dando puñetazos al aire en ralentí bajo el hechizo lírico de la Cavalleria rusticana de Pietro Mascagni no encuentra rival, ni lo encontrará, en su forma de otorgarle una dimensión existencial al deporte más crudo y solitario. En el retrato de un hombre que infligió tanto dolor fuera del ring como el que fue capaz de soportar dentro de él. El púgil que salvó la vida de Scorsese.