Probablemente no quede nada más que el mar de las playas de Benicasim que filmó Luis G. Berlanga en Novio a la vista (1953), trasladando la acción 35 años atrás de su tiempo (a 1918, durante el final de la Gran Guerra) a un balneario ficticio llamado Lindamar, pabellón de reposo de la burguesía y la aristocracia, pero sí hay algo que permanece inalterable en sus imágenes y el espíritu que preservan: llamémoslo el sentimiento frívolo del estío.
La banalidad fue precisamente aquello que se le criticó en su momento a este extraño filme del valenciano, quien apenas había cruzado los treinta años y venía de hacer nada menos que Bienvenido, Mr. Marshall (1952), pero es que es precisamente esa despreocupada sensación de que nada importa porque nada permanece, lo que más acerca la película al perfume del verano, siempre frívolo, siempre superficial.
En verano, esos universos irreconciliables, niños y adultos, operan con mayor autonomía el uno del otro
Esto por supuesto hay que entenderlo con cierto sarcasmo, porque el tema que trataba el filme, reescritura de un guion original de Edgar Neville titulado Quince años, es realmente serio, o cuanto menos trascendental en cualquier vida y circunstancia. ¿Qué pasa cuando se cruza el verano de los quince años? Más bien, ¿qué le ha pasado a nuestra vida? ¿Lo recuerdan ustedes? Pues seguramente un poco como a Loli (Josette Arno) y Enrique (Jorge Vico), los jóvenes y bellos protagonistas de esta comedia que se disputa en las entrelíneas de la infancia y la edad adulta, en ese limbo en el que no queremos despedir nuestra inocencia pero la vida nos empuja...
A Loli, en aquella canícula de hace 105 años, se le ha quedado pequeña la ropa del verano pasado, y el jolgorio incontrolable frente al estallido de las vacaciones contrasta en su humor con la obligación encomendada por sus padres de pasearse con Federico, un candidato a desposarla, ingeniero de alta alcurnia que canta operetas en el balneario, mientras los niños y no tan niños elucubran nuevas aventuras en la playa. A Loli ese ingeniero engreído y petulante, que la dobla en edad, al principio no le despierta nada, pero sí Enrique, que no estudió cuando debía y tendrá que recuperar en septiembre, encerrado por tanto en su cuarto con vistas al mar.
Lo del encierro también es un decir, pues nunca fueron los estudios veraniegos una razón de peso para perderse las vacaciones y sus muchos y variados estímulos. El balneario nos lo retrata Berlanga como la burbuja edénica de una burguesía que, como avestruces, entierran la cabeza para no saber.
Creen, en un gag recurrente, que un hombre ahogándose está realmente saludando desde el agua, y debaten estúpidamente con los pies en remojo sobre una guerra que se fragua en el continente pero de cuyos efectos no tienen conciencia ni culpabilidad… ni parece realmente que les importa. El aislamiento del estío, la desconexión con el mundo es tan acuciante que, cuando se examine de regreso a Madrid, Enrique ignorará por completo que la guerra mundial ha terminado y el mapa de Europa mutó sensiblemente, por lo que vuelve a suspender Historia Universal.
Y es que la guerra está en otro lugar. La guerra que se disputa en Novio a la vista, la que se escenifica ingenuamente en la costa estival, es la que libran los padres y sus hijos armados de piñas, piedras y bengalas como proyectiles. El verano es sin duda la estación en la que esos universos irreconciliables, niños y adultos, operan con mayor autonomía el uno del otro. Loli decide hacer frente a su familia y entre todos los jóvenes organizan un secuestro con su consentimiento. Desde lo alto de la loma, día y noche, los adolescentes reciben con hostilidad el avance de los adultos por recuperar a Loli. La cordura es acaso lo primero que se toma unas vacaciones durante el estío, y es en este tramo del filme cuando cristaliza la costumbre canicular de que los adultos se comporten como niños y los niños traten de ser adultos.
Apuntábamos la extrañeza de esta película acaso porque es la menos berlanguiana de Berlanga, al menos en cuanto a sus formas, insensibles al plano secuencia. El tono también se desquita del discurso corrosivo con el que asociamos sus grandes obras maestras para buscar en el camino una suerte de ternura, una candidez infrecuente, espiritual y cinematográfica, más cerca de la comedia francesa que del esperpento ibérico. La inocencia, y la necesidad de preservarla para vivir felices, es lo que defiende el relato.
Y aún con todo, en este cuento de noches de sábanas pegajosas en el que, como advierten las mujeres-cotilla al borde del mar, no hay que abusar de las zambullidas en el oleaje, se acaba imponiendo una melancolía que se antoja renoiriana. Por medio de una elipsis dolorosa, la inclemencia meteorológica de los últimos días del verano ensombrece el cielo y vapulea las tumbonas, desaparece el paisanaje habitual de las costas, y es hora de regresar al entorno urbano y las pesadas rutinas.
Mientras Enrique escribe el nombre de Loli en la ventana empañada por la lluvia, Loli escribirá el de Federico. La elipsis nos ha hurtado del relato ese momento en que la niña ha dejado de ser niña, en el que Enrique ya no puede volver a jugar, porque ha experimentado su primer desamor. Y el próximo verano aguarda impaciente a que escampe la lluvia para arrancar un año más de nuestras vidas. ¿Dónde queda entonces el sentimiento frívolo del estío?
Película disponible en FlixOlé.
El niño Jacques Tati
No es menos cierto que la militancia por la inocencia en el filme de Berlanga fue llevada al paroxismo cómico en el cuerpo alargado de Jacques Tati. En Las vacaciones del señor Hulot (1953) trajo consigo el código genético de la comedia y el slapstick, es decir, la necesidad de generar el caos en el statu quo social, de darle la vuelta a las conductas formales. Hulot es un hombre que, en la mejor tradición de Chaplin, Keaton y Lloyd, nos interpela con sus gestos que el verano es cosa de niños.