Kenneth Branagh (Belfast, Irlanda del Norte, 1960) es un artista con una trayectoria curiosa. En los años 90 alcanzó una enorme fama y reputación como gran adaptador de las obras de Shakespeare, que dirigía y protagonizaba él mismo. Comenzó con Enrique V (1989), el rey impetuoso que invadió Francia en el siglo XV; continuó con la deliciosa Mucho ruido y pocas nueces (1993), una comedia romántica sobre jóvenes enamoradizos en la Sicilia del mismo siglo perteneciente a la corona de Aragón; remató la faena con un Hamlet (1996) apoteósico de cuatro horas ambientado en el siglo XIX. Y aún hubo dos más en clave romántica, Trabajos de amor perdidos (2000) y Como gustéis (2006).
Una vez se cansó de Shakespeare, el dramaturgo más importante, “serio” y respetado por antonomasia, Branagh está llevando al cine a marchas forzadas a otra gran autora británica como Agatha Christie, muy popular gracias a sus divertidísimas novelas de misterio como, en teoría, más “liviana” y desde luego menos prestigiosa que el propio padre de la lengua inglesa. El director, sin embargo, no se toma, ni mucho menos, a la ligera las novelas de Christie sino que, todo lo contrario, las reproduce con la máxima seriedad y solemnidad posible para, por una parte, divertirse (y divertirnos) con sus sofisticadas tramas de misterio en las que podemos jugar a adivinar quién es el asesino como plantear ambiciosas reflexiones sobre la condición humana.
Branagh comenzó la nueva tanda con Asesinato en el Oriente Express (2017), en la que encarna por primera vez al detective Hércules Poirot, que será su fetiche. El Poirot de Branagh es un tipo maduro que habla en inglés con acento francés y parece estar harto de su propia inteligencia. Poirot combina al mismo tiempo una agudísima capacidad de percepción con una moralidad extrema, su verdadero talento, en suma, es captar a la perfección las pequeñas miserias de los seres humanos. Es un personaje “schopenhauriano”, un humanista desencantado que sufre porque se da perfecta cuenta de la mediocridad ética que lo rodea. Para el director, el crimen y sus diversas máscaras es un símbolo de la mediocridad humana, que corre pareja a su inmoralidad. En este sentido, el mal sería sobre todo una falta de inteligencia.
En aquella primera película, se plantea la propia idea de la justicia. Al final, la víctima, un estafador, merecía morir, por lo cual la condena de sus asesinos resultaría en una injustica mayor. La segunda, Muerte en el Nilo, es la mejor de la serie. Una reunión de amigos de clase alta en un crucero en Egipto, invitados por una riquísima heredera, se convierte en un triste más que despiadado retrato de una naturaleza humana codiciosa e interesada. El final, de una enorme melancolía, refleja en estado puro ese Poirot que se parece mucho al Marlowe de Chandler, un tipo para el que la lucidez es trágica.
Y llegamos a Misterio en Venecia, en la que de nuevo se rodea de un reparto de estrellas (Michelle Yeoh, Jamie Dornan o Tina Fey) para hablar sobre, nada menos, la existencia de Dios. La trama arranca cuando Poirot, que vive en Venecia aislado del mundo sin amigos ni compañía, accede a acudir a una sesión de espiritismo. Una famosa escritora (Fey) le reta a que descubra el truco. Si no es capaz de hacerlo quedaría demostrada, nada menos, que la propia existencia de lo sobrenatural.
['Muerte en el Nilo': Kenneth Branagh en estado de gracia]
La sesión se desarrolla en un palazzo veneciano decadente y lúgubre que tiene fama de maldito porque allí murieron unos niños huérfanos en un misterioso accidente. Otra tragedia reciente ha contribuido a su mala fama y es que allí se suicidó una joven riquísima (en las historias de Christie casi todos son riquísimos) después de una larga agonía de perturbaciones mentales y alucinaciones.
Si en Asesinato en el Orient Express homenajeaba a Hitchcok y en Muerte en el Nilo al cine clásico de aventuras de corte exótico, en Misterio en Venecia Branagh plantea una película expresionista llena de sombras chinescas y rodada con cámara ojo de buey para crear una sensación angustiante. Planteada como un filme existencialista, por una parte vemos el clásico racionalismo británico, o sea, ni los fantasmas, ni los espíritus ni los demonios existen y por la otra un thriller psicológico, o sea, no existen como fenómenos materiales pero sí como construcciones mentales. Porque todos, como advierte Poirot al final en tono didáctico, arrastramos fantasmas. Y quizá de lo que se trata de llevarse bien con ellos más que de vencerlos. El final es insospechadamente optimista.