En verdad el cine de Woody Allen ya era viejo (o clásico) desde sus inicios. Sus últimas películas son a veces objeto de incruentos veredictos que ven en ellas un cine de otro tiempo, bajo los focos anaranjados de Vittorio Storaro y el espíritu expeditivo de sus secuencias, no demasiado trabajadas, como impulsadas por el flujo de una creatividad conformista.
Pero hay que volver a sus inicios, cuando dio el salto de monologuista a cineasta en su periodo slapstick –de Toma el dinero y corre (1969) a La última noche de Grushenko (1975)–, para comprobar que todo esto estaba ya ahí, que Woody acaso ha volcado su tentación por la frivolidad y su deseo de ser un músico de jazz (para lo cual siempre dijo que no tenía talento suficiente) en su fertilidad para fabular con las historias y los personajes.
Una película como Desmontando a Harry (1997), centrada en el bloqueo de un escritor que retrata su vida a través de sus ficciones y arruina así todos sus amores y amistades, vendría a ser el epítome de esa condición necesaria para apreciar el cine del neoyorquino.
La autoficción, esa terminología tan sobada últimamente, ha sido el santo y seña del autor de Annie Hall (1977), donde no en vano volcó retazos emocionales y anécdotas cómicas de su relación con Diane Keaton, cuyo verdadero nombre es Diane Hall. Su trabajo, que parece haber llegado a su final con Golpe de suerte (2023), es su “biofilmografía”.
Entre chiste y chiste (el humor sigue siendo la forma más íntima del arte narrativo), en ella se mezcla la ficción autobiográfica (existencialista y emocional) con las vidas deseadas o imaginadas. Vida y cine conviviendo en un sfumato que, como ningún otro autor coetáneo (¿Nanni Moretti?), ha dado tantos frutos y tan singulares.
Artista de otra época
Sus películas de los setenta, incluyendo la insuperable Manhattan (1979), ya tenían entonces el aire de un artista de otra época. No escuchábamos en sus filmes a los Rolling Stones o a Jimi Hendrix, sino a Sidney Bechet, George Gershwin y Duke Ellington. A pesar de que nunca se alineó con las modas, su cine casi siempre estuvo de moda. O más bien su persona. Junto a Alfred Hitchcock y Federico Fellini, debe ser el director más reconocible.
En el corazón de la explosión individualista y desencantada de los setenta, cuando los antihéroes tenían el rostro de Al Pacino, Jack Nicholson y Robert de Niro, un enclenque, bajito y feúcho cómico con pinta de intelectual se presentaba como el más improbable de los rebeldes y de los antihéroes románticos.
Si algo hay que concederle a Woody, y a los actores que le han evocado como alter-egos –como Owen Wilson en Medianoche en París (2011), Kenneth Branagh en Celebrity (1998) o Jason Biggs en Todo lo demás (2003)–, es la conciencia de haber proyectado sobre la pantalla formas de masculinidad construidas sobre una decencia y fragilidad insólitas, inmune a los complejos.
Ha explorado al tiempo la psicología del artista como ningún otro cineasta lo haya hecho. En los años ochenta, su etapa de madurez (Broadway Danny Rose, Zelig, Días de radio…), la ilusión del arte se instala en su cine como un refugio en el que cobijarse de los azotes de la realidad. En Hannah y sus hermanas (1986), la fe de Micky Sachs en una película de los hermanos Marx le restituye para la vida, así como el personaje de Mia Farrow se reconcilia con el amor a través del cine en La rosa púrpura del Cairo (1985).
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No puede dejar de ser él mismo incluso cuando evoca a Bergman o Dostoyevski, con sendas obras maestras resultantes: Interiores (1978), Delitos y faltas (1989), Match Point (2005)… En su autobiografía A propósito de nada (Alianza) nos deja claro que Pigmalión es su Santo Grial de la comedia, que ni Shakespeare ni Wilde ni Aristófanes ni Chaplin le seducen tanto, desmontando la teoría del intelectual para poner de relieve que donde haya un partido de béisbol que se quite Heidegger, a pesar de tantos tratados “filosóficos” en torno a su obra. De diversos modos, rumores, leyendas y malentendidos, el artista Woody Allen se convirtió en mito desde la contradicción.
El ritmo enfebrecido de su pulsión creativa, a prácticamente una película por año, le acabó expulsando de su adorada Manhattan en el amanecer del nuevo siglo –con algunos regresos puntuales, como el magnífico duelo con Larry David en Si la cosa funciona (2009)–, recalando en un cine europeo de postales turísticas que se abre con una trilogía londinense de lo más irregular para culminar en París previa parada en Barcelona, Roma y San Sebastián.
50 filmes en total. “¿Qué es lo que más lamento? Siento haber recibido millones de dólares por hacer películas, haber gozado de un control artístico total y no haber hecho jamás un gran filme”. Quizá ninguno es grande, pero incluso el más pequeño tiene algo de grandeza.