“Él se cansó de hacer canciones protesta y se vendió a Firoucci” reza el primer verso de "Dos cero uno", la canción de Charly García con la que se abre Puan (2023) la película que firman al alimón Benjamín Naishtat y María Alché.
Comedia militante y pieza de resistencia que pelea con las manos desnudas contra esa frase de García que describe una Argentina entregada al capitalismo salvaje, esquilmada por una clase política que vende los servicios públicos como si fueran cuadros en Sotheby’s (o a lo peor boletos de un rifa), esta Puan que remite al lugar en el que está emplazada la Universidad de Buenos Aires (UBA) es diáfana como un aforismo socrático (también es previsible).
La inesperada muerte del titular de la cátedra de filosofía de la UBA supone un contratiempo más para una institución infrafinanciada, con una ratio profesor/alumnos que no asumiría ni un Aristóteles hipervitaminado. El principal aspirante a ocupar el puesto vacante es Marcelo Pena (Marcelo Subiotto), veterano profesor y mano derecha del finado, un tipo tan capaz como falto de empuje, discapacitado para la vida fuera de la academia.
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Sin embargo, el sorpresivo regreso de Rafael Sojarchuk (Leonardo Sbaraglia), prestigioso docente emigrado a tierras alemanas y pareja de una popular actriz televisiva, se le aparece como una amenaza (y así se le filma, surgiendo desde la espalda de Pena primero, ocupando posiciones de superioridad, después).
El duelo entre ambos constituye la fina columna vertebral sobre la que ir armando una película protesta que describe una universidad, una ciudad y un país afincados en la precariedad (algo que también está en La práctica, solo que Martin Rejtman no necesita proclamarlo a los cuatro vientos, simplemente lo muestra).
La venta al por menor de la Argentina se evidencia en esos profesores que se interrogan sobre el vencimiento de unas nóminas que nunca llegan, en la especulación inmobiliaria, en la creación de colectividades para hacer frente a la explotación laboral, en los dólares que vuelan en las panzas de los aviones en busca de destinos con mayores rentabilidades…
En ese contexto caótico, cambalache siglo XXI, Pena no llora ni se lamenta, acumula trabajos, llega tarde a todo, se va dejando atropellar sin oponer resistencia alguna, como esos conciudadanos que desoyen a los que les animan a salir a la calle ahora, antes de que sea demasiado tarde. El viaje de Pena es una llamada a tomar conciencia sobre la situación del país –con la diabólica sombra del muñeco Milei acechando- reforzada por la insistencia de quien no es que le haya visto ya las orejas al lobo, sino que nota como le muerde el tobillo.
Hay tramas prescindibles – el profesor dándole clases a una octogenaria riquísima- e ideas de orden secundario que colorean lo que ya quedó bien dibujado de primera hora, y aún así el bárbaro proceder de un elenco superlativo (¿alguien se cansa de ver en pantalla a Julieta Zylberberg?), la vindicación de la filosofía como último reducto de la dignidad - ¿qué nos queda si ya hasta vendemos a plazos el amor por el saber?- y una emotiva secuencia final en la que Pena entona "Niebla en el riachuelo" en las alturas de La Paz para cerrar su transformación cantando aquello que no pudo cantar ni en el funeral de su amigo ni en la función escolar de su hijo, hacen que la película caiga de pie.
Por cierto, la de cierre quizá sea la secuencia más sutil del filme, pues en ella late la urgencia por suturar las venas abiertas de América Latina, se demanda la creación de una hermandad de desheredados y la instauración de una verdadera filosofía americana.
El tránsito del profesor Pena no es tan distinto al emprendido por los propios directores, que después de Familia sumergida (María Alché, 2018) y Rojo (Benjamín Naishtat, 2018) han roto con cualquier previsión sobre sus carreras para firmar una comedia con vocación popular, poco novedosa si se quiere, pero efectiva, en un desplazamiento que, pese a todas las salvedades que se quiera, no está tan alejado del efectuado por Santiago Mitre y Mariano Llinás en Argentina, 1985. Es lo que tienen los estados de emergencia.
Una tragedia de risa
Tras la notable Custodia compartida (2017), el director francés Xavier Legrand se mira en el Atom Egoyan menos atinado -es decir, el de la segunda década de los 2000 y no el de los 90- para filmar un thriller que, en su parte más escabrosa, deriva en abracadabrante mojiganga.
Ellias Barnès (Marc-André Grondin) es nombrado director artístico de una prestigiosa casa de modas parisina. Sin embargo, en plena toma de posesión, la repentina muerte de su padre a causa de un ataque cardíaco le obliga a viajar a Montreal para organizar sus exequias.
Legrand dedica la primera mitad del metraje a describir a Ellias. Nos muestra su carácter, definido por una férrea voluntad de hacerse un nombre, de forjar un legado propio. También nos índica cuáles son sus miedos, derivados del temor a heredar las dolencias cardiovasculares de un padre con el que lleva años sin hablarse.
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Su llegada a tierras canadienses para liquidar las propiedades y pertenencias de su progenitor incorporará un cambio de género cinematográfico. Mientras revisa la casa paterna, un plano extraído del más canónico cine de terror -un contrapicado sobre la puerta de acceso a un sótano- nos anuncia la entrada en un nuevo y ominoso territorio.
El primer plot twist funciona, precisamente, por la mansedumbre con la que se desarrolla el acto inicial, solo que ese impacto queda inmediatamente amortiguado por las disparatadas decisiones que toma el guion de Alexandre Postel refrendadas por la puesta en escena de Legrand y por sus incomprensibles intentos de teorizar acerca del malditismo genético. ¿Cómo es posible -salvo si todo atiende al capricho de quien escribe- que Ellias descubra que su padre es digno heredero del monstruo de Amstetten -un padre al que detesta, no lo olvidemos- y no solo no ponga fin a ese horror sino que lo prolongue?
En un imparable descenso hacia los abismos de la comedia involuntaria dejamos atrás (muy atrás) al Atom Egoyan de Cautivos (2014) y nos sorprendemos viendo un remedo gélido de Este muerto esta muy vivo (Ted Kotcheff, 1989). La película, claro está, termina castigando al espectador por tanta carcajada y le atiza un doble revés argumental -cambio de punto de vista incluido- para advertirle de que lo que acaba de ver es una tragedia. A lo peor, lo es.