Hubo que esperar a las dos últimas jornadas del festival -al menos en lo que a las películas a competición se refiere: fuera de concurso todavía se verán Dance First (James Marsh, 2023) y Los buenos profesores (Tomas Lilti, 2023)- para encontrar un hilo de luz que destejara la cubierta de oscuridad bajo la que ha permanecido confinada una temblorosa sección oficial, secuestrada por la débil posición de San Sebastián dentro calendario de festivales internacionales y por lo complicado que resulta siempre atraer estrenos mundiales que cumplan con el sumatorio de calidad, interés para el público y atracción mediática.
Alegraron el cierre del certamen, que fallará sus premios este sábado, la taiwanesa Un viaje en primavera (2023), ópera prima de Tzu-Hui Peng y Ping-Weng Wang y el segundo largometraje de la donostiarra Jaione Camborda, O corno (2023), dos destellos que se añaden a los trabajos de Cristi Puiu (MMXX) y Martin Rejtman (La práctica) para conformar un póquer de obras notables, muy por encima de una tónica marcada por el descalabro general de autores de cierto renombre (Xavier Legrand, Robin Campillo, Joachim Lafosse), la flacidez de las apuestas más arriesgadas (All Dirt Roads Taste of Salt, El sueño de la sultana y, en menor medida, Kalak) y la solvencia de títulos con vocación popular, adscritos si se quiere a fórmulas más convencionales pero, a la postre, mejor ejecutados (Fingernails, Ex-Husbands, The Royal Hotel o Puan).
[Cristi Puiu apunta a la Concha de Oro con la milimétrica 'MMXX']
El protagonista de Un viaje en primavera es un hombre entrado en años que arrastra una cojera tan visible como su avinagrado carácter. Vive con su mujer a las afueras de Taipei, en una casa humilde situada en lo alto de una colina. En la primera mitad del filme, las directoras se aplican a describir las rutinas y los procederes de uno y otra sin recrearse innecesariamente -es esta una obra concisa, de impresionismo tranquilo- y evitando enlodarse en el fango del miserabilismo.
Hay en el arranque una secuencia especialmente significativa en la que merece la pena detenerse. En uno de los habituales y fatigosos regresos desde la ciudad a su casa, Khim-Hok (Jason King) y señora suben la empinada escalera que conduce al hogar. Él, rezongando y apretando el paso, va por delante de su esposa. La toma en continuidad que encapsula el paseo nos permite ver cómo, poco a poco, ella va desapareciendo a espaldas de su marido.
He aquí la anticipación del nudo gordiano que amarra la película en su parte central -primero de los muchos pasajes que anuncian la muerte – y que se desanuda en la segunda mitad para componer un sutil tratado sobre la soledad, siempre representado por un vacío que desequilibra cada encuadre y que solo se nivela con la invocación del fantasma del recuerdo.
Con este tipo de decisiones visuales, amén de las reveladoras elipsis, Peng y Wang vindican un cine que necesita de la activación del espectador para ser completado (todo cuanto le ha sucedido al hijo del matrimonio llega por inferencia) y firman una serena película sobre el duelo y el autoconocimiento, una toma de conciencia que pasa tanto por aceptar los reveses de la vida como por reparar, aunque sea de modo simbólico, los errores del pasado.
Si Un viaje en primavera nos prepara para el luto, O corno nos asesta un golpe mortal del que ni el público ni María (Janet Novás), una marisquera que ejerce como experta partera (y abortista) en la Illa de Arousa, se recuperarán con facilidad. Además de a María, también conoceremos a Luisa (Carla Rivas), una adolescente que aspira a marcharse a Vigo para iniciar una carrera como atleta. La directora de Arima (2019) les concede a ambas casi el mismo tiempo en pantalla, forjando un vínculo emocional con la audiencia que se romperá aproximadamente alcanzado el ecuador, justo después de que veamos como, en las fiestas del pueblo, un mago haga el truco de la mujer cortada.
Antes de abrirse en canal y adentrarse en los caminos de la road movie superviviencial, O corno nos aúpa hasta un clímax dramático y sexual en el que María -una mujer sola, arisca, surcada por las cicatrices de una vida que no fue- experimenta algo parecido a la felicidad. A partir de ahí, la caída.
La película se dobla como un espejo cóncavo y reproduce inversamente (y con significado distinto, aunque no necesariamente opuesto) los pasajes que ilustraban la primera parte. Esa construcción especular, levantada sobre un lacerante giro de guion que no les adelantaremos, se toma alguna licencia que otra para ser efectiva -esa coincidencia entre la llegada de María a la frontera y el desarrollo de una operación de contrabando a pequeña escala- pero a cambio proporciona rimas de una belleza sublime: nótese que este filme situado en 1971 que habla del derecho femenino sobre el propio cuerpo, empieza y termina con un parto, el primero situado a la izquierda del encuadre, el segundo a la derecha; una mirada entre dos mujeres que completarán los ojos de un espectador que, en ese instante, comprenderá (y hará suyo) el viaje de María.
Mientras que Camborda asume formas propias de la poesía para capturar los ciclos vitales y expresar los correlatos emocionales pero sobre todo físicos de una privación (la del derecho al aborto), en The Royal Hotel (2023) Kitty Green prefiere un lirismo de martillo pilón para alertarnos sobre el peligro constante que rodea a esa mitad de la población de la que ella forma parte.
En este inconfeso remake con cromosomas XX de Despertar en el infierno (Ted Kotcheff, 1971), la directora de The Assistant (2019) aloja en un hotel de mala muerte a dos viajeras canadienses que necesitan un curro para seguir pagándose sus vacaciones. Situado en el outback australiano, el Royal cuenta con una clientela mayoritariamente compuesta por mineros con un único pasatiempo: beber.
Invalidar The Royal Hotel es sencillo. Basta con dejarse en el tintero algunos detalles para afirmar que, además de ser solo un divertimento, ofrece una visión parcial y estereotipada de un microcosmos y de un modelo de masculinidad que pretende hacerse pasar por universal. Sin embargo, conviene no olvidar que entre la clientela del bar también hay mujeres, que las antecesoras en el cargo de camareras del bar del hotel se comportan como se comportan y que las adicciones juegan un papel decisivo en el progresivo desdibujamiento de algunos tipos con (aparente) buen fondo pero con mal pedo (el alcohol como resorte que libera una naturaleza monstruosa).
Ahora bien, lo más importante quizá sea prestar atención a la composición de las dos protagonistas – magníficamente encarnadas por Julia Garner y Jessica Henwick –, ejemplos de feminidades muy distintas cuya visión de cuanto les sucede solo converge cuando la violencia emerge.
Aunque es muy probable que los fans del exploitation echen en falta un desenlace más rotundo, Green se desmarca de las fórmulas del rape & revenge para contagiarnos esa permanente sensación de inseguridad que muchos desconocemos y a la que tantas mujeres les es familiar (la misma que mostraba Xiana do teixerio en Todas las mujeres que conozco (2018), un documental que se parece tanto a The Royal Hotel como Julia Garner a Lina Morgan pero que viene a decir lo mismo).
Punto(s) de vista
Cerremos el repaso a la sección oficial con dos títulos de resultados disímiles pero que comparten problema de base: la extrañísima y caprichosa utilización del punto de vista. Empecemos por negarle el sello de exportación a la cosecha de cine francés que ha desembarcado este año en Donosti. Al desastre perpetrado por Xavier Legrand (Le successeur) y a la desabrida coproducción franco-belga Un silence (Joachim Lafosse, 2023) le faltaba la colorida guinda que supone La isla roja (Robin Campillo, 2023) deslavazada aproximación a los últimos estertores del colonialismo galo en Madagascar.
Pese a contar con tres guionistas acreditados, la película exhibe un impúdico desconocimiento de sus propósitos narrativos, pues no se sabe si quiere contar la historia del pequeño Thomas (Charlie Vauselle), la de su familia, encabezada por un militar de origen español interpretado por Quim Guitérrez y su esposa encarnada por Nadia Tereszkiewicz (los dos son, sin duda, lo mejor de la función), la del ambiente de la base militar en la que viven o la de la revuelta de los malgaches.
Esa confusión constante, evidenciada por un continuo e injustificado cambio de focalización que estalla en un incomprensible final que parece pertenecer a otro largometraje, también se traslada a una puesta en escena en la que la animación convive con la acción real, una idea que podría haber funcionado si, como se indica en la secuencia inicial, estuviésemos viéndolo todo a través de los ojos de Thomas, planteamiento que se desecha de inmediato y que desemboca en una película farragosa, vacilante, torpe.
Despidámonos con la japonesa Great absence (Kei Chika-ura, 2023). Alertado por la policía, Takashi (Mirai Moriyama) debe visitar a su padre, con el que apenas mantiene contacto, aquejado de demencia. El panorama no se reduce a la enfermedad, sino que incorpora la desaparición de la pareja del anciano, quien afirma que su compañera se ha suicidado.
Takashi, actor para más señas, deberá recomponer tan despiezado rompecabezas y, para ello, Chika-ura fragmenta la estructura de un relato que salta del pasado al presente, de un personaje a otro, como si lo ordenase la desmemoriada cabeza del padre… algo que tendría sentido si él fuese el protagonista, cosa que no sucede y, nos sitúa, por lo tanto y una vez más, en el terreno de la arbitrariedad.
Un antojo dramático que concluye en una película alargada hasta los 150 minutos y que a base de desmontarse y reconstruirse termina repitiéndose. Esta nueva revisión de los comportamientos paternos por parte de la nueva generación (la revisión de viejos modelos de masculinidad por parte de un pariente más joven, tema también presente en Le successeur, Ex-Husbands o Kalak) solo destila cierto lirismo en sus compases finales, a los que uno llega extenuado tras dos largas horas de cháchara finalmente terapéutica y siete días de películas a la espalda.