En el documental Hitchcock/Truffaut (2015), dirigido por Kent Jones, David Fincher (Denver, 1962) demostraba su agudeza analítica al tomar la obra del maestro del suspense como un manual de estilo forjado por un alma gemela.
“Dirigir una película consiste en tres cosas”, señalaba Fincher: “Primero, presentas una serie de acciones a lo largo del tiempo, y después ralentizas momentos que deberían transcurrir muy rápido, y aceleras momentos que deberían ser lentos”. ¿Habría un modo más elemental y a la vez sofisticado de describir el manejo matemático del tiempo del que hace gala el director de Seven (1995)?
Las tesis de Fincher son fáciles de confirmar. Si hablamos de ralentizar, solo hay que recordar la secuencia de La habitación del pánico (1999) en la que, durante dos minutos de vibrante cámara lenta, Jodie Foster intentaba recuperar un teléfono móvil. Mientras, del lado de la aceleración, basta rememorar el modo en que Fincher, en la magistral Zodiac (2007), convertía en puro vértigo escénico las largas horas que el personaje de Jake Gyllenhaal pasaba revisando los archivos policiales sobre el asesino del zodíaco.
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Ante estas elegantes muestras de virtuosismo fílmico, la pregunta parece obligada: ¿Por qué dedicar tanta pericia técnica al retrato de un mundo siniestro, de tonos ocres, poblado por seres angustiados, paranoicos o dementes? El propio Fincher ofrecía una posible respuesta al elogiar el modo directo e impúdico que tenía Hitchcock de exhibir su atracción por el mal. “Si crees que, en tu labor como cineasta, puedes ocultar tus intereses, tanto los más lascivos como los más nobles, es que estás loco”, espetaba el director de Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (2011).
Fincher ha sabido trasladar su debilidad por la manipulación a todos los ámbitos. Para titular su brillante monografía sobre el cineasta, el crítico canadiense Adam Nayman se decantó por David Fincher: Mind Games, haciendo así hincapié en la propensión del director de The Game (1997) a jugar con la percepción.
Formas tóxicas
Ante las imágenes de Fincher, el público no tiene otra alternativa que el desasosiego. De hecho, el interés del cineasta por las formas más tóxicas de dominación ya relucía en su videoclip para Express Yourself (1989) de Madonna, donde rindió homenaje a Metrópolis (1927) de Fritz Lang. Tirando del hilo expresionista, no resulta difícil vincular el imaginario de Fincher con el de M, el vampiro de Düsseldorf (1931), donde un asesino de niños acusaba al conjunto de la sociedad de una corrupción más profunda que su psicosis.
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Y es justamente en la película Psicosis (1960) donde Fincher sitúa el cénit de la transgresión. Fincher puede verse como una colección de interrogantes sobre la subversión de los códigos del entertainment. ¿Cómo convenció Fincher a Brad Pitt para protagonizar un thriller (Seven) que atentaba contra el glamur de su estrellato?
¿Y cómo es posible que Hollywood produjera El club de la lucha (1999), una sátira grotesca sobre los efectos desquiciantes del capitalismo? Y, por último, ¿a qué ejecutivo se le ocurrió dar luz verde a Zodiac, un thriller criminal que no revelaba de forma unívoca la identidad del asesino? He aquí los logros de David Fincher.