Se caracteriza un mito por atravesar las fronteras temporales y espaciales. Referido al cine, es lo que sucede con el personaje de Napoleón Bonaparte: su figura atraviesa décadas a través de las más variopintas películas. Entre ellas, solo una ha alcanzado una dimensión gigantesca, la de Abel Gance en 1927. ¿Conseguirá ahora el filme de Ridley Scott, con Joaquin Phoenix, elevarse por encima de sus predecesores?
Imaginó Abel Gance (París, 1889-1981) Napoleón motivado por su entusiasmo hacia el cine de Griffith y, en concreto, por El nacimiento de una nación (1921). Pensó entonces llevar a cabo algo similar en Francia y que la manera idónea de hacerlo era una superproducción sobre quien consideraba el más universal de sus compatriotas, el corso Bonaparte.
Casi tres años invirtió en el proyecto, lanzándose a un tan valiente como excesivo desafío técnico, aspecto en el que ya había demostrado su dominio en La rueda, de 1923. El fallido objetivo era llegar a seis películas (solo se realizaría una), con episodios biográficos de los que únicamente asistimos a los dos primeros, La juventud de Bonaparte y Bonaparte y el terror, así como al inicio del tercero, La campaña de Italia.
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Gance era capaz de lo mejor y de lo peor. Entre lo segundo, un desaforado hipernacionalismo que convertía a Napoleón en el salvador de toda Europa. La grandilocuencia, la hipérbole continua en sus planteamientos y el fatigoso histrionismo figuraban en esa parte negativa de su autor. Pero también había en Gance la personalidad de un visionario, de un cineasta adelantado a su tiempo.
Cuando la película pasaba de una a tres pantallas en ciertos momentos espectaculares, precedía en un cuarto de siglo al Cinerama. Cuando la cámara se movía a velocidad insólita a grupas de un caballo y en una batalla infantil de bolas de nieve; o la pantalla se dividía en nueve imágenes distintas, estaba ofreciendo soluciones precursoras para la puesta en escena. Aspectos técnicos en los que, hay que subrayarlo, contó con la decisiva colaboración de un español, el turolense Segundo de Chomón.
Como producto de su verdadera obsesión napoleónica, Gance rehizo varias veces su Napoleón e incluso su penúltima obra sería Austerlitz, en 1960. De esas reediciones, la más famosa y lograda fue –ya fallecido el cineasta– la que efectuó el historiador británico Kevin Brownlow, incorporándose posteriormente a ella música de Carmine Coppola.
En España se estrenó esta versión en la inauguración del Festival de Valladolid de 1985, y se recibió con entusiasmo, sobre todo entre los más jóvenes. Mientras, por doquier, nacían nuevos títulos con Napoleón como protagonista o en torno a su época, con una panoplia de actores interpretándole, entre los que el más famoso fue el Marlon Brando de Desirée, de Henry Koster (1954).
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Y siempre quedó en el aire el muy ambicioso, pero nunca realizado, proyecto de Stanley Kubrick (1928-1999), en el que confesaba querer reflejar “la responsabilidad y los abusos del poder, la dinámica de la revolución social, la relación del individuo con el Estado, la guerra y el militarismo”.
En el último Festival de Berlín, Steven Spielberg anunció su propósito de reemprender el guion de Kubrick pero no en una película, sino en una serie. Entre ella y el filme de Scott, el Emperador resurgirá nuevamente de sus cenizas.