Carlos Saura. Foto: Silvia P. Cabeza

Carlos Saura. Foto: Silvia P. Cabeza

Cine 25 años de El Cultural

In memoriam: Carlos Saura, cuentos de amor y muerte

Incansable y prolífico, su cine en el siglo XXI amplificó esa espiral en la que buscaba el sentido aglutinador de las artes.

7 diciembre, 2023 01:55

Es legítimo preguntarse qué ocurrió con el cine de Carlos Saura a partir de Bodas de sangre (1981). En apariencia, después de diez años de triunfal periplo en la redefinición del cine de autor español, dio un giro radical mutando de “cronista emocional” de la Transición a una suerte de creador diletante preocupado por las estéticas metatextuales del cine, la música y el baile, dando un lugar privilegiado al flamenco y sus mestizajes, pero abriéndose a otras culturas populares y elitistas como el fado, el tango, la jota o la ópera.

A pesar de traer la “españolada” a su tiempo y sus desafíos posmodernos, tanto desde la ficción como el documental (en una poética híbrida capaz de habitar ambos territorios), Saura dejó de ser ese cineasta imprescindible para entender la España de entonces (como siempre ha destacado Jean-Claude Carrière), así como el discípulo más destacado de Buñuel. ¿Pero realmente cambió tanto el cine de Saura?

Digamos que sus intereses subterráneos, ligados de forma muy penetrante a la música, la fotografía, la pintura y la literatura, conquistaron la superficie para seguir relatándonos cuentos de amor y muerte. Desde su cortometraje de licenciatura en la IIEC, Una tarde de domingo (1957) hasta su último trabajo, la música y el baile están presentes en el cine de Saura de forma continua y relevante.

El propio aragonés llegó a decir que todas sus películas son musicales, incluso aquellas que no tratan sobre músicos y bailarines y sus procesos de creación. Recordemos el baile del cine Salamanca en Los golfos (1960), el tema “Por qué te vas” en Cría cuervos (1976) o la banda sonora de Deprisa, deprisa (1981). En ningún caso se trata de elementos meramente estéticos o exógenos al filme, y en ocasiones hasta se identifican plenamente con él.

Cineasta, fotógrafo, director de escena y escritor, Carlos Saura (Huesca, 4 de enero de 1932 - Collado Mediano, Madrid, 10 de febrero de 2023) recibió el Premio Nacional de Cinematografía en 1980, el Oso de Oro de Berlín en 1981 por Deprisa, deprisa y el Goya de Honor 2022. Entre otras películas, dirigió La caza (1966), La prima Angélica (1974),  Carmen (1983) y El séptimo día (2004).

Cuando El Cultural daba sus primeros pasos, Saura culminaba una de sus grandes obras maestras. Goya en Burdeos (1999) representa el centro de una espiral sauriana a la que van a dar prácticamente todos sus intereses, también el musical por vía de un montaje estético-asociativo y el fandango de Boccherini.

Uno de los momentos más mágicos del laberinto de espejos sauriano se produce cuando Goya descubre Las meninas de Velázquez. Mientras se inscribe en los márgenes del plano, colocándose como punto de fuga de la historia del arte, el Goya que inmortalizó Paco Rabal dice que la pintura “parece inacabada, ligera, con la apariencia de hacerse sin esfuerzo, fuera de todo tiempo, espacio y lugar”.

Es justo ahí, en esa asunción de que no hay tiempo ni espacio (codificado en una espiral), donde Saura borra las fronteras entre lo empírico y lo onírico en su cine, que parece realizar también sin esfuerzo a pesar de su sofisticación, y que alcanza su máxima abstracción en los “ensayos musicales”, como a él le gustaba definirlos.

Sus relatos eran casi siempre cíclicos, nada ni nadie desaparecía del todo y todo acababa resurgiendo

Incansable y prolífico, su cine en el siglo XXI amplificó esa espiral en la que buscaba el sentido aglutinador de las artes. Félix Viscarret trató de hacerle recordar en un documental biográfico, pero Saura era un militante contra la nostalgia, siempre miraba hacia adelante.

A través de sus filmes, en todo caso, estaba pintando su autorretrato, bajo los ecos traumáticos de una infancia bombardeada en la guerra incivil, y que incluso en la dramatización coreográfica de Salomé (2002) con Aida Gómez se hacía manifiesto, espejándose en las crisis y los hallazgos de los procesos de creación.

Así, sus relatos eran casi siempre cíclicos, nada ni nadie desparecía del todo y todo acababa resurgiendo. Seguro que sigue bailando en su tumba.

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