No hay planos que respiren mayor armonía que los de Yasujiro Ozu. Todo en la composición de ellos busca el equilibrio, el orden, la serenidad. Esa armonía es la que buscan incesantemente las criaturas que transitan por sus inolvidables dramas familiares de clase media (el género shomin-geki que llevó a la maestría absoluta en los años cincuenta), y si se produce el desequilibrio, siempre procederá del movimiento de sus personajes dentro de un plano fijo, sin apena mover la cámara, sin efectos de transición.
Personajes encerrados en los combates y las epifanías cotidianas de la vida, entre la aceleración y la desaceleración del tiempo, filmados en ángulo bajo y siempre observados con una lente (50mm) que reproduce la perspectiva del ojo humano. La vida desfila en la pantalla entrelazada en pequeñas suspensiones del relato (los pillow shots acuñados por Noël Burch), es decir, planos aparentemente aleatorios entre escenas, naturalezas muertas (de exteriores o de interiores) que nos infunden esa serenidad contemplativa tan propia de la cultura japonesa, y que sacudidos por el llanto de violines nos conmueven como ningún otro cineasta es capaz de conmover. Es la vida aconteciendo.
Ese estilo tan característico de Ozu, que desarrolló en la segunda etapa de una filmografía manifiestamente sesgada por la II Guerra Mundial, y que simplifica el lenguaje del cine precisamente para extraer todo su potencial, es el que marca su gran influencia en la historia del cine. Hasta nuestros días.
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No solo su compatriota Hirokazu Kore-eda o el surcoreano Hong Sang-soo con cada una de sus trabajos nos remiten a la poética ozuniana, el alemán Wim Wenders ha sido el penúltimo en brindarnos una película celebratoria de las enseñanzas del maestro nipón con Perfect Days (2023), y el cine contemporáneo de autor está tan en deuda con el creador de Otoño tardío (1960) como puede estarlo con John Ford, Robert Bresson o Roberto Rossellini.
Las pantallas españolas están hoy de enhorabuena porque pueden descubrir uno de esos shomin-geki hasta ahora prácticamente desconocido, o pasado por alto, en la filmografía de Ozu. Rodó Las hermanas Munekata (1950) justo al término de la contienda mundial, adaptación de una novela de Jiro Osaragi y producida por Shintoho, en lugar de por la habitual Shochiko.
Realizada entre las muy recordadas Primavera tardía (1949) y Principios de verano (1951), este drama en torno a un amor imposible y la fuerza de la fraternidad quedó con el tiempo eclipsado por sus obras maestras de la década: Cuentos de Tokio (1953), Crepúsculo en Tokio (1957), Buenos días (1959), etc. Tras una remasterización en 4K realizada por los clásicos estudios japoneses Toho, y presentada en el pasado Festival de Cannes, la distribuidora Atalante la trae a nuestras salas comerciales.
Las hermanas del título, Setsuko (Kinuyo Tanaka) y Mariko (Hideko Takamine), viven en Tokio y regentan un pequeño bar que mantiene a la familia, mientras el marido de la primera, el ingeniero Mimura (So Yamamura), lleva tiempo desempleado y ahogándose en alcohol. El padre ha sido diagnosticado con un cáncer terminal y regresa a Kyoto para disfrutar de la belleza del Japón antiguo.
En este personaje, en su serenidad y resignada filosofía, parece depositar Ozu los cimientos de la cultura japonesa. El núcleo del relato gravita sin embargo en torno al regreso del apacible Hiroshi (Ken Uehara), un viejo amigo de Setsuko, de quien Mariko pronto se da cuenta de que estuvieron enamorados antes de que él se fuera a vivir a Francia. ¿Será posible una segunda oportunidad?
Eso es lo que piensa Mariko, que hará lo posible para convencer a ambos de que dejen de controlar sus sentimientos en obediencia a los códigos tradicionales de la nobleza. Esta tensión perpetua en los filmes de Ozu entre lo viejo y lo nuevo vertebra toda la película. La modernidad aparece encarnada en la hermana pequeña, que viste a la moda occidental y desprecia las “ideas antiguas” de los adultos y visitar tantos templos de Kioto. Una memorable escena entre el padre y la hija pequeña, sentados en el porche y dialogando con un ruiseñor que permanece fuera de plano, se encuentra entre las más hermosas de cuantas filmó Ozu, y expresa con claridad poética el modo de conciliar el pretérito con el futuro.
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La melancolía hace mella en un drama donde, como es habitual en Ozu, lo protagonizan personas de buen corazón que afrontan con estoicismo los embates de la vida. El corazón indeciso de Setsuko, su amor por Hiroshi, acaba conquistando el relato, que desplaza su protagonismo de una hermana a otra, para llevarnos a un desenlace desgarrador pero en completa armonía con las ambivalencias de unas emociones sumergidas, sutiles, generalmente no articuladas sino expresadas con la puesta en escena.
Todo se negocia en las entre líneas, en unos sentimientos en blanco y negro que ambas actrices, sublimes, expresan con enorme belleza. La lección de Ozu se abre paso en sus rostros: aquello que nos redimirá será ser fiel únicamente a nosotros mismos.