Arrancó Berlinale con un film tibio, depresivo, pseudo-artístico, lejos de ser memorable, con aroma a años noventa, sin verdadera personalidad, que aglutina todo aquello que por entonces se consideraba film de prestigio: adaptación literaria, crónica de época, denuncia histórica, estrellas en la pantalla.
Se trata de un proyecto personal de Cillian Murphy, disparado en la industria en su etapa post-Oppenheimer, que adquirió los derechos de la novela de Claire Keegan sobre los devastadores efectos y la represión social de la Iglesia Católica en Irlanda, en concreto la ejercida en los asilos de las hermanas Magdalena (institución cuyas cloacas mostró Peter Mullan en su película The Magdalene Sisters), que producen Matt Damon y Ben Affleck, y que ha dirigido el belga Tim Mielants.
Small Things Like These coloca su foco no tanto en las lavanderías de los asilos en los que miles de adolescentes fueron brutalmente maltratados, sino en la silenciosa complicidad que imperaba en las pequeñas comunidades alrededor de ellos.
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En este caso, se trata del pueblo New Ross, filmado a través de una mirada atmosférica, que quiere dotar de gótico siniestro a sus callejuelas doradas, sus pubs, sus campos de niebla y apartamentos sórdidos a mediados de los años ochenta. La dirección artística no juega en contra del film, ni tan siquiera en los flashbacks de los años cincuenta, a la infancia traumática del protagonista. Es, de hecho, junto a la fotografía, uno de los elementos más seductores de su pulcritud general.
Murphy interpreta a un hombre esencialmente bueno, un padre trabajador en el sector del carbón, con familia numerosa, solo hijas, y una relación armoniosa con su mujer. La historia transcurre durante las Navidades de 1985, en las que nuestro protagonista descubre inquietantes secretos encerrados en el convento, y que le conducen a explorar verdades de su pasado relacionados con su madre, fallecida muy joven.
La eficacia del film, que persigue la sutileza con excesiva morosidad hasta casi neutralizar su impacto dramático, realmente se negocia en dos escenas, y ninguna de ellas funciona como debería. Una de ellas es en el ecuador, el encuentro entre el padre y la monja superiora, interpretada por Emily Watson, donde las artes mafiosas de la Iglesia quedan desdibujadas, y el desenlace, que sobre el papel debería ser potente, en la pantalla roza la indiferencia emocional.
Esperamos que la última edición de la Berlinale con el director artístico Carlo Chatrian al frente no siga este camino. Las películas de inauguración son lo que son, en definitiva, carne para alfombra roja y, en este caso, un cierto lavado de conciencia ante la amnesia histórica. En los próximos días nos esperan, también sobre el papel, los nuevos trabajos de Olivier Assayas, de Hong Sang-soo, de Mati Diop, de Andreas Dressen, de Abel Ferrara, y la esperanza de topar con algún que otro descubrimiento. Esperemos que sobre la pantalla no nos dejen indiferentes.