Marlon Brando es Stanley Kowalski en 'Un tranvía llamado deseo', dirigida por Elia Kazan en 1951. En la escena, con Vivien Leigh

Marlon Brando es Stanley Kowalski en 'Un tranvía llamado deseo', dirigida por Elia Kazan en 1951. En la escena, con Vivien Leigh

Cine

Marlon Brando aún nos importa, aún nos atrae, aún nos fascina

Fue un precursor. De la erótica de la camiseta y del sudor, de la chupa de cuero, de los modales rebeldes, del sexo violento y triste, de la insatisfacción, de la sonrisa cínica... Así lo ve la escritora Clara Sánchez.

3 abril, 2024 01:36

Aún hoy consigue provocarnos. Provoca con la mirada desafiante y la salvaje sensualidad de su juventud y provoca con el abandono y la deformidad de su vejez. Siempre provoca, siempre molesta. Siempre logra que nos sintamos incómodos. Nunca ha habido un término medio en él en que apaciguar la mirada.

Siempre los extremos: el desmesurado atractivo que no podemos tocar ni disfrutar y la gordura en pantalla grande, el deterioro a lo bestia para que contemplemos en vivo lo que es la vida. Machacarse comiendo toneladas de helado para acelerar el proceso.

Pasamos en la misma persona de las camisetas ajustadas que intimida mirar a una mole cubierta por una funda de monovolumen. Y ni esto le impidió ser un precursor en casi todo: en la erótica de la camiseta y del sudor, de la chupa de cuero y la gorra ladeada, en atreverse con el militar homosexual de Reflejos en un ojo dorado, personaje que echó para atrás a otros duros como Robert Mitchum. En los modales rebeldes.

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Se sentía tan imitado que dijo de James Dean al ver Al este del Edén: “Parece que lleve mi último guardarropa y que use el talento de mi último año”. Una imitación que no ha cesado aunque no recordemos de dónde nos viene.

El personaje de Stanley Kowalski, en Un tranvía llamado deseo, también contribuyó a alimentar esa imagen de una carnalidad tan arrolladora que llega a crear melancolía en los demás. Ningún hombre ha podido, ni puede, ni probablemente podrá, entrar en una habitación y empequeñecerla, arrasarla con esa extraña potencia que emana de su ser, una fusión de mente y cuerpo de donde los demás estamos expulsados sin remedio.

Siempre logra que nos sintamos incómodos. Nunca ha habido un término medio en él en que apaciguar la mirada

Y pobre de aquel o aquella que no haya salido corriendo de esa habitación nada más verle. Bien lo sabe Rita Moreno, según sus últimas confesiones sobre el maltrato que le propinó. Y la revelación de María Schneider acusándoles a él y a Bertolucci de abusos en el famoso numerito de la mantequilla y el corte de uñas de El último tango en París, que ha ensombrecido aún más la melancolía y soledad, mezcladas con sexo violento y triste, de esta película.

Cuando Bertolucci lo rescató para ahondar en la madurez y la perplejidad de un dios que empieza a quedarse calvo y a volverse fondón, se encontró con una bomba emocional que ya había tirado a la basura las viriles camisas de estibador, con alguien que conservaba una soberbia capacidad para ser real y que aterrizaba de un largo viaje de éxitos y fracasos. De hecho, alguna vez dijo que no hacía nada para no envejecer ni engordar, lo que parece rigurosamente cierto. Era el sujeto ideal para revolcarse en lo más rancio de la existencia porque Brando no se escamoteaba.

Acostumbraba a ser como era, mostraba su verdadera naturaleza aunque se hiciera aborrecer. Y este es un legado impagable porque si algo necesitamos de los demás es saber cómo son de verdad para descubrir cómo somos nosotros. No necesitamos modelos ideales, sino reconocernos.

Vista su carrera con distancia, sufrió bastantes sinsabores e indiferencia, incluso olvido, hasta que Coppola lo recuperó para El Padrino. Elia Kazan, que lo dirigió mucho y habla hasta los codos de él en su libro Mis películas, comenta de forma conmovedora: “Brando tenía una vulnerabilidad casi total. Cuando estaba tierno parecía que pudieras meter la mano en su interior”.

Marlon Brando en 'El último tango en París', de Bernardo Bertolucci (1972)

Marlon Brando en 'El último tango en París', de Bernardo Bertolucci (1972)

¿Quiere esto decir que me habría gustado conocerle, cruzármelo en mi camino? Creo que no. Mejor huir de alguien tan difícil y egosexual si hacemos caso de quienes compartieron cama con él o de la legendaria entrevista que le propinó un malévolo Truman Capote, donde quedaba retratado como machista y despiadado.

En definitiva, no parece que fuese derrochando simpatía y buen rollo con nadie, tampoco con las personas con que trabajó. Y eso que era simpático y le encantaba gastar bromas, a veces tan pesadas que le valieron los títulos de patán y memo entre la prensa, con la que por cierto nunca se llevó bien.

Pero ¿por qué no reconocerlo de una vez? Brando no tenía ningún interés en caernos bien, ni en satisfacernos sentimentalmente, ni en ser como nos gustaría. Quienes le rodearon acabaron formando parte de una tragedia griega: esposas y amantes humilladas y dolidas, hijos (unos once) faltos de él, algunos de ellos bastante desquiciados, como Christian, que dio lugar a las lastimosas apariciones de Brando en los tribunales en que se juzgaba a su hijo por la muerte del marido de su hermanastra Cheyenne, que años más tarde acabó suicidándose. También intentó suicidarse la madre de Christian y alguna que otra amante. Por no hablar de los amigos íntimos que sucumbieron a las drogas o el alcohol.

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Pero, ¿vamos a culparle de todo? ¿Tal era la dependencia que creaba en los demás que anulaba su voluntad? Él mismo se convirtió en su propia víctima: no llegaba a sentirse cómodo ni aun cuando estaba satisfecho con los éxitos logrados en su carrera, ni aun cuando seducía a mujeres y hombres y se sentía deseado y querido. Decía algo que puede ponernos sobre la pista de su descreída alma: “Todo pasa. Nada dura más que un rato. Si aprendes esto, la vida se hace más fácil”.

El personaje de Kowalski contribuyó a alimentar esa imagen de una carnalidad tan arrolladora que llega a crear melancolía en los demás

Quizá esta sombría lección la aprendió en el hogar al ser testigo de cómo su madre iba despegándose de sus maravillosas ilusiones por el teatro y por la vida artística e iba uniéndose a la bebida. Esto, más la mediocridad de su padre, fue el equipaje con el que viajó a Nueva York.

Una vez allí, su furia y un toque de Actors Studio resultaron suficientes para encandilar al ya mencionado Elia Kazan y al gran Tennessee Williams hasta llegar al fondo de nosotros con un simple fruncido de entrecejo y una sonrisa tan cínica que no parece sonrisa sino desprecio.

Y como de Brando puede decirse cualquier cosa, también podría pensarse que siempre estuvo vengando el fracaso de su adorada madre. Y que incluso se mortificaba por haber conseguido lo que no consiguió ella.

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Desde este punto se vista se comprende que disfrutara irritando a todo el mundo y que al mismo tiempo se manifestara contra las injusticias sociales, el racismo, la pena de muerte y a favor del indio americano. Pero iba tan a contracorriente que, en lugar de suscitar alabanzas, todos contemplamos como si fuera una de sus bromas a Pequeña Pluma recogiendo su segundo Oscar.

La cuestión es que a él nosotros no le importábamos mientras que él aún nos importa, nos atrae, nos fascina.

Clara Sánchez es escritora y académica de la RAE. Su último libro es Los pecados de Marisa Salas (Planeta)