Resulta curioso que el Festival de Berlín le concediera en 2023 el premio al mejor guion a Música, la película de la alemana Angela Schanelec (Aalen, 1962) que llega este viernes a los cines, pues uno se imagina un libreto extremadamente delgado.
Aunque la historia es algo enrevesada, una tragedia de tintes clásicos en la que el destino se alía contra el lacónico protagonista, apenas hay diálogos en el filme, los personajes son planos y el fuera de campo nos hurta los momentos más dramáticos. Desde luego, Schanelec no es Aaron Sorkin.
Cierto es que no es la primera vez que la Berlinale, el más heterodoxo de los grandes festivales, sorprende con el ganador en esta categoría del guion, ya que en otras ocasiones ha premiando a directores que apuestan por la improvisación o la ligereza, como Hong Sang-soo.
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Pero hay que reconocer que si el recurso narrativo por excelencia del cine es la elipsis, Música cuenta con varías magistrales. En su eficiencia narrativa está uno de los mayores logros del filme, aunque no el único.
Una atmósfera muy particular
En Seminci los galardones para la película destacaban el trabajo de Schanelec en la dirección y de Ivan Markovic en la fotografía, aspectos que quizá tengan más sentido premiar.
Ciertamente, Schanelec ha logrado desarrollar un tono y una atmósfera en su coherente filmografía muy particular, al que hay que entregarse con paciencia para que llegue el impacto emocional. Las escenas son frías, estáticas y parsimoniosas, y pueden descolocar al espectador.
Música reinterpreta el Edipo Rey de Sófocles, un texto que la directora aprovecha para indagar en el tema de la redención. Así, Jon (Aliocha Schneider) será una marioneta del destino al que la muerte acecha a cada vuelta de la esquina.
Tras asesinar a un hombre de manera involuntaria, el protagonista acabará en la cárcel. Allí se enamora de una funcionaría de prisiones, Iro (Agathe Bonitzer), con la que al tiempo acabará teniendo una hija. Ella descubre una dolorosa verdad que la llevará al suicidio y a Jon, al exilio en Berlín.
Es interesante como la directora juega con el espacio y el tiempo, situando la acción en un pasado indeterminado, mientras que los personajes nunca envejecen, lo que provoca que el espectador tenga que participar de manera activa a la hora de dar sentido a lo que está viendo.
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No es fácil entrar en el juego, y se diría que casi es necesario un libro de instrucciones para sacarle todo el meollo al filme, pero al final brilla como un experimento posmoderno hipnótico y magnético.
Y como tabla de salvación para los personajes, y también para el espectador, la música, que se introducirá en el filme a través de un magnetofón -pasará a ser tambien un elemento extradiegético- y que acabará dominando los últimos instantes del filme, logrando consolar y redimir la culpa de este Jon de suave y emocionante voz.
De manera que hasta la cámara abandonará el estatismo para dejar un travelling feliz para el recuerdo del cine.