Meryl Streep (Summit, Nueva Jersey, Estados Unidos, 1949) suma más de cuatro décadas zafándose de halagos, así que anoche, durante la ceremonia de entrega de su Palma de Oro de Honor en el Festival de Cannes, no iba a hacer una excepción.
Después del discurso temblorosamente genuino, con acceso de sollozos incluido, de Juliette Binoche, la actriz más nominada al Oscar de la historia, con 21 candidaturas y tres estatuillas, le devolvió las lisonjas y las lágrimas a su anfitriona con efecto espejo.
Por casualidad, había devorado recientemente la serie The New Look, donde la francesa da vida a Coco Chanel; por azar también, se había pillado un buen berrinche con el drama gastronómico A fuego lento (Trần Anh Hùng, 2023), coprotagonizado por la diva parisina.
Así y todo, en la entrevista en público protagonizada esta tarde en una abarrotada Sala Debussy, reconoció su conmoción en la ceremonia de la víspera. "Vivo una vida muy tranquila y en casa no me tienen ningún respeto, así que fue increíble recibir esa ola de lágrimas desde el patio de butacas hasta la más alta de las filas".
Cuando pisó La Croisette por primera vez, había cumplido los 40 años y dado a luz a tres de sus cuatro hijos, así que desfiló por la alfombra roja convencida de estar acabada, porque no había mujeres de su edad haciendo cine. Hoy día todos sabemos que no fue así. En aquella edición se alzó con el premio a la mejor actriz por su papel en Un grito en la oscuridad (Fred Schepisi, 1988).
"No soy una estrella del rock"
En aquel entonces, el fervor del público la hizo regresar al hotel hecha un flan: "No tenía guardaespaldas y hubiera necesitado 12, porque no había vallas y la gente se abalanzaba sobre mí. Estaba asustada por mi integridad física. No soy una estrella del rock, llevo una vida llena de cosas que no son hiperbólicas. Pero eso fue largo tiempo atrás y el mundo ha cambiado mucho".
Lo que no ha variado han sido las personas que más fielmente la han acompañado en su carrera. La estadounidense dedicó ayer su galardón a su agente desde hace 32 años, Kevin Huvane, y a su peluquero Roy Helland, a su vera desde hace medio siglo. El estilista fue el responsable, precisamente, de la autenticidad en la escena de Memorias de África (Sydney Pollack, 1986) en la que Robert Redford le lava el pelo.
Si ha pasado a la historia es porque Helland irrumpió en el set para que el actor se aplicara en el masaje: "Hemos visto a tanta gente follando en el cine, pero no el cuidado con el que Redford me lavó el pelo. En la quinta toma estaba rendidamente enamorada. No quería que acabara, aun con los hipopótamos que estaban junto a nosotros en el río, y eso que nos advirtieron que eran los animales más letales, más incluso que los leones".
No es la única escena icónica a la que se aludió en la charla. En la única en la que no quiso profundizar es en la desgarradora separación de su hijo en La decisión de Sophie (Alan J. Pakula, 1982). "Solo leí la secuencia una vez. Me disgustó tanto… Creo que ni la ensayamos. No sabía siquiera dónde estaban situadas las cámaras. Fue desagradable. No me gusta pensar en ella", se ha limitado a comentar de uno de los papeles que la han elevado a dueña y señora de los acentos.
Aquella película reportó su segundo Óscar. El primero lo logró por Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979), pero se lo dejó olvidado en el baño, porque estaba atribulada recolocándose el gran vestido que lució en la gala. Afortunadamente, le fue devuelto por la siguiente persona que entró al aseo.
El drama judicial abrió un profundo debate en Europa sobre el divorcio y la crianza de los hijos, espoleado, en gran medida, por el alegato final de su personaje por la custodia del niño. El autor de la novela en la que se inspiraba, Avery Corman, le dio un enfoque vengativo a la trama: "La escribió desde un cabreo real. Fue durante la tercera ola del movimiento feminista, así que había animosidad contra las mujeres. En el libro es bastante opaco sobre las razones que llevaron a la madre a abandonar su hogar, estaba más interesado en el dilema del padre, en cómo iba a mantener su trabajo y criar a su hijo de cuatro años".
Dueña de sus palabras
Por suerte, Benton hizo más humano al personaje y se apoyó en Streep. Sus palabras en la climática escena del juicio fueron escritas por ella misma. Como también las de su personaje en El cazador (Michael Cimino, 1978), porque al director no se le ocurría de qué podía hablar en el supermercado una chica de una ciudad pequeña. "Yo sí lo sabía, porque soy de Nueva Jersey y conocía el efecto social microcósmico de la historia. Cuando mi primer novio volvió de Vietnam, se había vuelto heroinómano".
Su tercera y última estatuilla se la reportó La dama de hierro (Phyllida Lloyd, 2011). Para dar vida a Margaret Thatcher, Meryl se puso bajo las órdenes de la misma directora con la que había protagonizado tres años antes su película más comercial, Mamma Mia (2008).
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Aquella adaptación del musical hilado con canciones de ABBA le dio la oportunidad de lucirse como cantante, una faceta truncada durante el instituto. De niña había ido a clases de bel canto porque su voz tenía cualidad de soprano de coloratura, "pero empecé la secundaria, me hice animadora y comencé a fumar. De todas formas me gustan el rock y Joni Mitchell", ha comentado.
Los cambios en la situación de la mujer a los que ha asistido en sus 47 años de carrera han sido uno de los temas recurrentes en el encuentro. La Streep se hallaba entre las más de 300 actrices, directoras y otras personalidades del cine que realizaron aportaciones en 2018 para el fondo #TimesUp, destinado a mujeres que no tienen medios económicos para defenderse del acoso sexual.
El miedo cambia de bando
"Los beneficios de esta iniciativa ya se han extendido a otras profesiones, como las camareras de hotel y las empleadas del hogar. Ahora hay hombres que están un poco asustados. Se han hecho pequeñas correcciones en ciertos sitios y en otros se han podido determinar situaciones de abuso", ha concedido.
En términos de representatividad, la actriz ha agradecido que también se esté nivelando la presencia femenina al frente de los elencos. "Cuando empecé, en las negociaciones para decidir la estrella protagonista, las mujeres nos veíamos menoscabadas. Y no era por una cuestión de dinero, sino personal", ha dicho.
Y es que "las películas son proyecciones de los sueños del público, incluso los productores ejecutivos que dan luz verde a los proyectos viven sus fantasías, así que hasta que no se incorporaron productoras fue difícil nuestro liderazgo, porque, a diferencia de nosotras con los personajes masculinos, a los hombres les cuesta verse a sí mismos en mujeres protagonistas", ha añadido.
Hasta el estreno de El diablo viste de Prada (David Frankel, 2006), de hecho, ningún colega de profesión le había mostrado empatía: "Varios de mis compañeros me dijeron que ahora comprendían lo que implicaba que sus opiniones no fueran tenidas en cuenta".