No hay urgencia en el pensamiento que pueda lidiar con un proyecto de vida como el de Megalópolis. Aspiramos a rumiar algunas impresiones para desenredar el desconcierto que inevitablemente genera una película kamikaze de estas dimensiones, al compás de su naturaleza desquiciada y profundamente irregular, fantasmagóricamente ambiciosa y demencial como solo puede serlo la persecución de una utopía.
Francis Ford Coppola es un alquimista de la epopeya, un ferviente y apasionado creador cuya fe en sí mismo está hecha a prueba de su propia ruina financiera, como le ha pasado una y otra vez en su carrera.
De su bolsillo esta vez han salido, dicen, los 120 millones que atan y desatan las imposibles búsquedas del filme, que en su primera hora, impenetrable, nos reta y exige comprensión, incluso esperanza, pues nos mantiene tan descolocados que el espectador impaciente abandonará por aburrimiento y hasta por vergüenza, especialmente una carrera de cuádrigas cuyo diseño de producción enrojece o despierta tanta ternura como los cortes de pelo a la romana que exhiben Adam Driver, Jon Voight y hasta Dustin Hoffman.
Tal vez por eso, por su ternura y manumisión, confiamos en que la lectura actualizada, camp, valiente y hasta divertida, de la tragedia romana en que convierte a un futurista Nueva York, con sus césares, cicerones y catilinas (y la familia, siempre la familia, como núcleo desestablizador), nos conduzca a un lugar inesperado. Más allá de la caída del imperio está la resurrección de un nuevo mundo. Eso es Megalópolis, en forma y en espíritu, la fábula de un declive al que sigue un renacimiento.
Y en ese lugar inesperado el clasicismo de Marco Aurelio y de Shakespeare entra en contacto con el empleo de la triple pantalla, los retratos y diálogos inconcebibles y la desbordada estética de un arquitecto visionario (como lo son el protagonista y también el director) capaz de detener el tiempo como solo puede hacerlo el cine, retorciéndolo de forma enfermiza.
Megalópolis se vindica entonces como un salto sin red que aún cree en la fuerza poética del arte cinematográfico para escribir libremente sobre la gigante pantalla en blanco, sin complejos, sin medias tintas, sin rendir cuentas más que a su propio universo. Ese respeto mayúsculo, al menos, merece el testamento de Coppola.
El director de la trilogía de El Padrino, con la que ya aseguró su inmortalidad, se despide del cine, como hiciera Godard, con la palabra esperanza en los labios, confiado a pesar de todo en el resurgimiento de una humanidad que aún puede despertar a la utopía roussoniana de saberse capaz de grandes empresas y profundas transformaciones en su contrato social frente a la decadencia.
Todo era filosofía política en Apocalypse Now como todo es filosofía política en Megalópolis, un enfrentamiento fratricida de pasión y de fe, que por fuerza hace crecer lo sublime en las raíces de lo aparentemente vulgar, demente, caprichoso. Su indisimulable pretenciosidad acaba encontrando, quizá contra toda expectativa, su propia redención gracias a un trayecto sumamente atípico en el cine de hoy y de siempre: crece de lo vulgar a lo excepcional, del cataclismo a la manifestación del genio.
Sentimos frente a sus imágenes, incluso en los momentos más torpes y descuidados, rematadamente malos incluso, que es un organismo vivo que escapa por completo a nuestro control, puede que a nuestra comprensión.
[Meryl Streep: "Vivo una vida muy tranquila y en casa no me tienen ningún respeto"]
Probablemente desde El árbol de la vida de Malick y el Holy Motors de Carax, las pantallas de Cannes no habían deslumbrado con un artefacto tan indómito y desequilibrante, tan enfermizamente ambicioso. Puede que la película, que tendrá distribución en salas, nunca conecte con el gran público y sea causa de escarnio y burla para su autor.
Es posible que nunca trascienda las listas de filmes de culto que se deben a su propia leyenda (cuatro décadas ha necesitado para culminarla), pero una película así, tan desbordante y desbordada, debe conservarse en paños de oro, verse y reverse hasta la saciedad, aunque sea como testimonio de un arte que, a pesar de la tiranía de la monoforma y los algoritmos, aún puede sacudir sus propios cimientos y desestabilizar nuestra mirada.
Furiosa
Varias cosas nos gustan de la revitalización que George Miller ha emprendido en el siglo XXI de su legendaria saga Mad Max. Y Furiosa, la segunda de estas nuevas entregas estrenada fuera de concurso en Cannes, que se proclama secuela de la primera –al relatar el arco biográfico desde la infancia de la heroína de Mad Max: Furia en la carretera (2015)– reúne todas ellas.
Un salvajismo y una crudeza casi pre-digital que no entran en colisión con la sofisticación tecnológica de los efectos especiales, una capacidad para generar una mitología épica que crece y no se desinfla con cada aproximación, y desde luego el irrefrenable y frenético pathos que propulsa la acción y su narrativa en un perfecto equilibrio entre la sucesión de espectaculares action pieces y la construcción de un relato emocional.
Con dos horas y media de duración, el cineasta australiano le tiene el pulso perfectamente medido a su criatura. Transporta al espectador esta vez en una crónica de venganza a bordo de vehículos que cruzan en línea recta, sin detenerse nunca, el desierto hacia el sueño de una ciudad de la abundancia que siempre se resiste a hacer aparición en el marasmo distópico y polvoriento, con olor a gasolina y sangre, de una humanidad embrutecida, desesperada y esclavizada tras el cataclismo medioambiental.
Con muy pocos elementos, con un paisaje monocorde y de horizonte infinito, como un proyectil cruzando el vértigo siempre en tensión de la pantalla, Furiosa navega en esa fluctuante contradicción entre lo mínimo y lo barroco, la austeridad y el exceso, lo sublime y lo grotesco, como si uno contuviera al otro y viceversa. Cine en perpetum mobile, cine que reivindica el placer primitivo del montaje de atracción sin embriagarse del CGI que crea mundos artificiales, superheroicos, imposibles de habitar.
['Mad Max: Fury Road', el paraíso era un desierto]
El relato en cinco capítulos arranca con el secuestro de Furiosa cuando es niña, desposeída de su hogar y su familia, y tras diversos avatares (hasta se hace pasar por un niño) y escenarios (el filme visita las tres fortalezas del desierto: Citadel, Gastown y Bullet Farm) termina allí donde empezaba la entrega precedente, convertida en Imperator Furiosa. De hecho, los créditos de Furiosa se ofrecen como compendio concentrado de lo que vimos en Furia en la carretera.
Varios años en el tiempo en los que las actrices Alyla Brown (de niña) y Anya Taylor-Joy (de joven) dan vida respectivamente a la heroína inconografiada por Charlize Theron, que volverá a tomar el relevo en la tercera parte.
Es una entrega-bisagra que sin embargo no da la sensación de relleno. Dos convincentes villanos en la función, Dr. Dementus (gran Chris Henworth) e Inmmortan Joe (Lachy Hulme), adquieren una estatura acorde con la épica del relato, que cruza mitología griega, la poética del peplum y la atmósfera post-punk de un planeta mucho más allá del nihilismo, absolutamente hobbesiano, atrapado entre dos imperios postapocalípticos.