El griego Yorgos Lanthimos sigue en caída libre hacia la estulticia y la estupidez creativa en su producción hollywoodense, que en Pobres criaturas ya alcanzó niveles deplorables.
A Kinds of Kindness podía haberla salvado acaso el humor y la ironía, pero ni siquiera consigue que sean sus aliados en la bobalicona, larguísima, aburrida película en tres episodios (con los mismos actores interpretando distintos papeles) que ha entregado a competición, de nuevo con la complicidad de Emma Stone completamente entregada a la causa, en cuerpo y alma, así como de Willem Dafoe.
Cada una de las historias parece alimentarse un poco de la que la precede, como si los actores ocuparan la sombra del personaje que habían interpretado antes para contradecirlo o matizarlo o neutralizarlo.
Las tres historias van perdiendo interés y sentido a medida que se desarrollan, partiendo de premisas bien interesantes (un matrimonio bajo la caprichosa tiranía de un jefe hipercontrolador, la esposa desaparecida de un policía que regresa convertida en otra mujer, una mujer en busca de otra con poderes para resucitar a los muertos) pero entregándose a desenlaces más bien arbitrarios.
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Lanthimos nos coloca poco a poco frente a un ejercicio de onanismo en el que su habitual poética del absurdo y la crueldad, sus desvíos surrealistas o su distancia brechtiana se retuercen sobre sí mismos de forma tan autoconsciente que allí donde debería haber vida, tensión, magia, alegoría, solo hay el desconsuelo del vacío, algo que olvidar muy pronto, la extrañeza por la extrañeza.
Podemos intuir en sus historias, gélidas fábulas todas ellas alrededor de la fe, el amor y, sobre todo, el control de nuestras vidas mediante el control de los otros, que hay una intención de subvertir las reglas sociales mediante modelos rupturistas con las convenciones narrativas, que las cosas que se nombran en realidad tienen significados distintos, que la realidad es un simulacro de nuestras perversiones. Lo compramos.
Lo que no podemos comprar, porque ni nos ilumina ni nos conmueve (y eso como mínimo hay que pedirle a una película), es el inane repertorio de soluciones destinadas a incomodar, sin más, o a provocar, sin más, o a ilustrar la extrañeza con triples dosis de extrañeza, bajo la falsa pretensión de que el mundo es más absurdo que las historias más histriónicas, más bobas, que puedas imaginar.
Paul Schrader se mide en Las fresas salvajes
Cuanto menos hay algo realmente intrigante en el nuevo trabajo de Paul Schrader, que con Oh Canada, a sus 77 años, hace algo tan inesperado como proponer nuevos caminos, o al menos dejar en suspenso el modelo dramático que en los últimos años le ha dado tanta rentabilidad creativa.
Películas tan admirables, incluso esenciales, como El reverendo, El contador de cartas o El maestro jardinero apenas son reconocibles o dejan rastro en la adaptación que ha realizado ahora de un texto semiautobiográfico de Russel Banks (novelista al que ya adaptó en Aflicción), para proponer un puzzle inmersivo en la memoria de un viejo documentalista que concede la última entrevista de su mitificada vida precisamente para desmitificarla.
Hay algo de mitificación también en que la película proponga el reencuentro de Richard Gere y Paul Schrader más de cuarenta años después del clásico American Gigolo.
Richard Gere y Jacob Elordi, a pesar de su diferencia de estatura, interpretan a Leonard Fife en la vejez y la juventud, un aclamado y admirado cineasta famoso por sus denuncias de asuntos políticos y sociales a lo largo de su carrera (la pedofilia en la Iglesia, el Agente Naranja en Vietnam, la caza ilegal de focas…) que, afectado de un cáncer terminal, contará a la cámara de dos de sus antiguos estudiantes, ahora exitosos cineastas (Michel Imperioli y Caroline Dhavernas), aquello que ha mantenido en secreto durante años.
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Exigirá además que esté su mujer presente, interpretada por Uma Thurman, quien también fue una antigua alumna suya. Mientras Leonard musita recuerdos que pueden o no ser enteramente ciertos, que a veces se contradicen y se alejan por completo del propósito de la entrevista (que pasa por glorificar más si cabe al personaje), el filme va mutando de forma algo arbitraria del color al blanco y negro, combinando distintos formatos de pantalla.
Los fragmentos que pertenecen a los años sesenta y setenta, cuando Fife cruzó a Canadá para librarse del reclutamiento a Vietnam, están salpicados por delicadas, hermosas composiciones de la banda Phosphorent.
Pareciera en ocasiones que Schrader se mide en Las fresas salvajes de Bergman, otro paseo por el palacio en ruinas de la memoria en la que el cuerpo anciano revive los recuerdos de la juventud para contemplar el vacío de su existencia.
Lo más intrigante y al mismo tiempo frustrante de Oh Canada es su absoluta ausencia de catarsis, incluso de contenido dramático de peso, en el autorretrato que Fife ofrece de sí mismo.
Deja por completo al margen su vida pública para confesar sus comportamientos más innobles, su cobardía, su traición sentimental a varias mujeres, el abandono de un hijo, etc.
La suma de las partes no termina de armar un personaje completo ni complejo, más allá de un ser aparentemente incapaz de amar a nadie más que a sí mismo, pero con el que apenas podamos recomponer un contexto, un relato, menos aún una vida.
La historia de las revoluciones sociales de Estados Unido queda muy al fondo, casi como un decorado, y transitamos por la diezmada memoria del personaje apenas sin conexiones dramáticas, sin verdadero interés por lo que ocurrió, como si efectivamente su memoria, su vida contemplada en el lecho de muerte como un fraude, se estuviera extinguiendo y a nadie ya le preocupara su suerte.
El problema es que tampoco nos importa mucho a nosotros, espectadores.