El género de terror cuenta con una sólida base de fans (sobre todo jóvenes) que aseguran que haya un suministro de películas del género constante. Relativamente baratas, son un buen negocio para Hollywood.
En los últimos años, el horror ha vivido su pequeña revolución de la mano de directores como Ari Aster (Hereditary, Midsommar) o Jordan Peele (Get Out, Nosotros) que lo han elevado a una nueva dimensión creando películas casi de autor en las que utilizan sus códigos para explorar el subconsciente (como en Midsommar o Nosotros), las relaciones familiares (Hereditary) o incluso el racismo en Estados Unidos (Get Out).
Con frecuencia etiquetado de manera equivocada como un género popular y menor, el terror tiene un pedigrí intachable y no hay que olvidar nunca que está intrínsecamente relacionado con los orígenes del propio cine.
En el glorioso expresionismo alemán de los años 20 y 30, cineastas que inventaron el propio séptimo arte como Robert Wiene (El gabinete del doctor Caligari), Murnau (Nosferatu) o Fritz Lang (El doctor Mabuse) ya mostraron las fascinantes posibilidades estéticas del terror para crear películas que reflejaban estados mentales mucho más que la realidad y conectaban directamente con nuestro subconsciente.
Con una espectacular recaudación de 60 millones de dólares en menos de tres semanas (costó 10) y críticas por las nubes, Longlegs también apela a nuestro subconsciente y se ha convertido en lo que los americanos llaman el “sleeper” del verano, o sea, esa película “pequeña” que por sorpresa logra hacer una millonada.
La buena noticia es que cumple expectativas y no solo da verdadero pavor, también lo hace con un filme sofisticado sin sustos baratos en el que el director neoyorquino Oz Perkins (mucho más conocido hasta la fecha como actor secundario que como cineasta) logra crear una atmósfera malsana que nos atrapa y perturba.
El hombre del saco
Con una trama con reminiscencias de El silencio de los corderos, aquí también vemos a una agente del FBI, Lee Harker (Maika Monroe) en lucha contra un asesino en serie que acabará obligándola a enfrentarse a sus traumas personales. El villano es el Longlegs (el “piernas largas” del título) interpretado por Nicolas Cage.
El sobrino de Coppola, que siempre ha sido una rara avis en Hollywood, borda su composición de un homicida con aspecto de mendigo desequilibrado (vale la pena escuchar su terrorífica voz en versión original).
Longlegs firma sus crímenes con su nombre, siempre mata a familias enteras siguiendo un misterioso patrón temporal y deja notas con símbolos satánicos. La policía lleva años buscándole sin éxito entre otras cosas porque no comete él mismo los crímenes sino que, de manera inexplicable, de alguna manera logra que sea el propio padre quien se cargue a los suyos para acto seguido suicidarse.
Ambientada en Oregon, uno de esos Estados americanos de distancias enormes en los que la gente vive en infinitos suburbios de casas unifamiliares, la agente del FBI irá encajando las piezas en una investigación en la que como en El silencio de los corderos cuanto más profundiza en ella, más se acerca a las zonas y recuerdos más oscuros de su mente.
Al final, además de haber pasado mucho miedo, Longlegs resulta extrañamente perturbadora, como uno de esos cuentos de terror que escuchamos en la infancia y cuyo eco nos sigue aterrorizando muchos años después.