Causa una cierta envidia la forma en que la cinematografía francesa exprime, con talento y devoción debida a la tradición, sus propios clásicos literarios. Alejandro Dumas, el gran escritor de la primera mitad del siglo XIX, es sin duda el más agradecido de los autores clásicos para ser llevado al cine.
Autor de grandes novelas de aventuras que preconizaban el blockbuster antes de que existiera el blockbuster, hace no mucho vimos por partida doble sendas películas sobre su obra más conocida, Los tres mosqueteros, titulada la primera D’Artagnan y la segunda Milady, estrenadas en 2023 y dirigidas por Martin Bourboulon. Según filmaffinity, hay hasta 32 versiones en cine de la historia.
Le toca el turno a El conde de Montecristo, una novela igualmente trepidante y decimonónica en el mejor sentido, con bellas duquesas, amores traicionados, muchos personajes y unos villanos a la altura de las circunstancias. El protagonista absoluto es Edmond Dantès, quien acaba como “conde de Montecristo” tras sufrir una cruel caída a los infiernos.
Arranca la historia con la caída en desgracia de Dantès, al que da vida Pierre Niney con solemnidad y estilo. Marino de profesión, recién llegado a Marsella de un viaje comercial se enfrenta con el capitán del barco, Danglars (Patrick Mille), porque el héroe interrumpió el viaje para salvar del agua a una joven en una tormenta mientras éste quería salvar a toda costa la mercancía y continuar el trayecto. Como resultado de esta buena acción, Dantès es ascendido a capitán y el otro, despedido.
Como colofón a su buena fortuna, el protagonista por fin puede casarse con Mercedes (Anaïs Demoustier), una mujer que además de bella y enamorada, es una de las mayores fortunas de la región. Sin embargo, todo se trunca cuando en plena boda, es arrestado por orden del mismísimo rey y acusado de conspirar contra la monarquía por un procurador malvado (Pierfrancesco Favino). Para colmo de males, su mejor amigo, Fernand (Bastian Bouillon), enamorado secretamente de Mercedes, lo traiciona.
Una épica indestructible
Las historias de héroes que caen en desgracia, lo pierden todo y para recuperarlo deben sufrir como cochinos en el matadero, forma parte de la esencia de la propia narrativa, del final feliz de Ulises después de veinte años para regresar al hogar al horror del Hamlet de Shakespeare, el héroe caído en desgracia siempre tiene la opción de dejarse llevar por la ira y la venganza, y acabar como el príncipe danés, o levantarse mediante una labor digamos espiritual casi sobrehumana.
En El conde Montecristo, el pobre Dantès acaba en una prisión siniestra muchos años, se hace amigo de un compañero de celda, cavan un túnel y finalmente logra escapar. No solo eso, también se hace inmensamente rico gracias a un tesoro escondido en la isla de Montecristo, que es un islote en Italia. De regreso a Francia, donde todo el mundo le cree muerto, poseedor de una enorme fortuna, para consumar su venganza pero la vida es más compleja que todo eso.
Dirigida por Alexandre de la Patillière y Matthieu Delaporte, que ya escribieron juntos el guion de las recientes películas sobre los mosqueteros, El conde de Montecristo brilla en todo momento a gran altura. Con una producción lujosa pero menos recargada que los excesos de Hollywood, más sutil y por momentos más efectiva, con la preceptiva música de fanfarria y travellings majestuosos, respira clasicismo y belleza.
Más allá de su épica y su trama folletinesca, sigue siendo una historia monumental sobre la propia odisea de vivir, sobre la pérdida, la inevitabilidad del paso del tiempo, la necesidad de la justicia y la brutalidad de la venganza así como del simple hecho de alcanzar el heroísmo en el sentido más noble, y arduo, de la palabra.