La noche del estreno de Tiburón, el 20 de junio de 1975, Martin Scorsese acompañó a Steven Spielberg a ver el ambiente que había en los cines del distrito de Westwood, en la ciudad de Los Ángeles. Las colas eran kilométricas y el director de El diablo sobre ruedas (1971), nervioso y eufórico al mismo tiempo, tuvo una revelación. "Genial", le dijo a Scorsese. "Esto será un punto de inflexión".
Y vaya si lo fue. Aunque desde hacía unos años el cine de catástrofes estaba de moda, con películas como Aeropuerto (1970), El coloso en llamas (1974) o Terremoto (1974), Tiburón supo exprimir la promoción en la televisión, el merchandising y la exhibición hasta niveles inéditos.
Spielberg fue el primero que estrenó de manera simultánea en más de cuatrocientas salas. Pero quizá la apuesta más importante tuvo que ver con la fecha del lanzamiento del filme: por motivos obvios relacionados con el tema de la película, se decidió que el estreno debía producirse en verano en vez de en los últimos meses del año, en la temporada de los Óscar. El resultado fue que Tiburón triplicó en taquilla su presupuesto, alcanzando el récord total de recaudación hasta la fecha, y estuvo en cartelera el doble de lo esperado.
Habían nacido los blockbusters: películas que no requerían de tramas elaboradas y grandes diálogos, ni siquiera de estrellas, que apostaban todo a las escenas de acción, y en las que las partidas presupuestarias para la publicidad empezaron a robar dinero al desarrollo de los guiones y a la preproducción. Algo que contrastaba de manera poderosa con el cine que estaba triunfando en ese momento y que tenía las horas contadas.
Una de las mejores cosechas de Hollywood
En 1974, hace exactamente 50 años, Hollywood entregó una de sus mejores cosechas, con películas adultas, con contenido político, elaboradas por apasionados directivos de estudio que se involucraban personalmente en el desarrollo artístico, como Robert Evans de la Paramount. Y que, además, convencieron al público: la taquilla total alcanzó un récord de 1.900 millones de dólares.
El padrino: parte II y La conversación, ambas de Francis Ford Coppola; Chinatown, de Roman Polanski; Una mujer bajo la influencia, de John Cassavetes —protagonizada por su mujer, la recién fallecida actriz Gena Rowlands; Alicia ya no vive aquí, de Martín Scorsese, y Lenny, de Bob Fosse, se sitúan en la cúspide de lo mejor de 1974 y fueron las películas que acapararon más nominaciones en los Óscar.
Pero el años dio más de sí, mucho más: Harry y Tonto, de Paul Mazursky; Quiero la cabeza de Alfredo Garcia, de Sam Peckinpah; El último testigo, de Alan J. Pakula; El jovencito Frankenstein, de Mel Brooks; Asesinato en el Orient Express, de Sidney Lumet; El fantasma del Paraíso, de Brian De Palma; California Split, de Robert Altman; Pelham 1, 2, 3, de Joseph Sargent, La matanza de Texas, de Tobe Hopper…
Sin incurrir directamente en el cine de denuncia, muchas atrapaban una cierta sensación de pesimismo que reinaba en el ambiente de EE. UU., tras la guerra de Vietnam, el Watergate, las revueltas por los derechos civiles o los asesinatos de los Kennedy y de Martin Luther King…
De todas estas películas, como nos mostró el periodista Sam Wasson en su espléndido libro El gran adiós (Es Pop, 2020), es Chinatown la que mejor captura el zeitgeist del momento, a pesar de tratarse de un noir de hechuras clásicas, a lo Dashiell Hammett o James M. Cain, ambientado en el Los Ángeles de los años 30, durante la guerra del agua.
Y es que la historia del detective Gittes, interpretado por Jack Nicholson, que se ve involucrado en un complejo trama de corrupción tras tirar del hilo de un caso de adulterio, pretende aprehender una sensación. Chinatown dejaría de ser un deprimido barrio de Los Ángeles (que apenas aparece en el filme), para convertirse en un estado mental.
“La calamidad de Chinatown, plasmada metafóricamente, trasciende su trama y sus personajes”, escribía Wasson. “Chinatown es una condición. Dicha condición es el terrible conocimiento de tu propia impotencia, lo que Towne [Robert Towne, guionista del filme] siempre había denominado ‘la futilidad de las buenas intenciones’. [...] La impotencia y el destino son conceptos que desafían el sueño capitalista del propósito y el ascenso, la enmohecida ética laboral protestante que prometía a los estadounidenses pre-Watergate que la vida era lineal, no cíclica, y que el juego no estaba amañado en su contra”.
Las compañeras de añada de Chinatown ofrecían en gran medida una emoción similar sobre el sueño americano. En El padrino: parte II, Michael Corleone se convierte en el rey de la mafia a costa de la destrucción de su familia, sirviendo Coppola uno de los finales más oscuros de la historia del cine.
John Cassavettes también apuntaba a desintegración de la institución familiar en Una mujer bajo la influencia, en donde una suprema Gena Rowlands interpreta a una mujer de clase media que sufre una crisis mental bajo la impotencia e incapacidad de reacción de su marido.
En La conversación, Palma de Oro en Cannes, de nuevo de Coppola (vaya año para el italoamericano), ofrecía una perturbadora exploración sobre la privacidad y la responsabilidad personal en la era del Watergate, mientras que Bob Fosse presentaba en Lenny, biopic sobre el provocador humorista Lenny Bruce (Dustin Hoffman), una desnuda exploración sobre la fama y la autodestrucción.
Los monstruos del Hollywood de los 70
Hollywood también engendraba monstruos en los 70. Apuntando a los responsables de Chinatown, todos luchaban contra sus propios demonios personales: el asesinato de su embarzada esposa Sharon Tate a manos de los seguidores de Manson, su infancia en gueto de Varsovia y su atracción por las jovencitas en el caso de Polanski; el alcohol y un matrimonio desgraciado en el caso de Towne y la adicción al trabajo, al poder y a la cocaína de Robert Evans.
Evans fue quien mejor representó ese primer lustro memorable de los 70. Hombre de un gusto exquisito y de una una incomparable bonhomía, de la noche a la mañana se había convertido en jefe de producción de la Paramount, consiguiendo que bajo su dirección el estudio se convirtiera en el más exitoso de Hollywood en unos pocos años.
“Al contrario de lo que la mayoría de las personas en mi posición, no me involucro en la rama ejecutiva del negocio”, decía Evans. “Me involucro en la creación de las películas, cosa que irrita a muchísima gente”. En especial, a los directores, que sentían el peso de la intromisión de Evans en la parcela artística, hasta el punto de que raras veces cedía el montaje final.
Evans despreciaba las películas de catástrofes y cualquier otra moda, y apostaba de manera decidida por lo que llamaba historias “de mujeres y hombres”, centradas en la gente. Entre sus producciones se encuentran La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), Love Story (Arthur Hiller, 1970), El padrino (1972), El padrino: parte II (1974), Chinatown (1974)...
Era un hombre que, además, promovía el choque de galaxias creativas como motor del trabajo, en consonancia con el cine clásico de los estudios. Los diseñadores de producción y vestuario, compositores, directores de fotografía, montadores… Todos eran importantes en el esquema de Evans para conseguir obras maestras del cine.
Curiosamente, Chinatown supuso el punto más álgido de su carrera, con un lento declive oscurecido por su adicción a la cocaína y por un negoció que iba a cambiar para siempre por el escuálido de Spielberg y en el que un hombre de su sensibilidad ya no tenía cabida.
Si Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) y Easy Rider (Dennis Hooper, 1969) habían infectado en la industria el virus de la contracultura, del que brotó un Nuevo Hollywood que trató de fundir el cine clásico de género con el riesgo del cine de autor, y que hablaba de la realidad sin dulcificarla, Tiburón fue la vacuna para todo se fuera volviendo paulatinamente inofensivo, para que Hollywood dejara de servir una forma madura y relevante de arte. Y, 50 años después, y con las contadas excepciones, en esas seguimos.