No había cumplido todavía los treinta cuando a Agnès Varda (1928-2019) le llamaron abuela por primera vez. Solo tenía dos años más que Godard, pero le endosaron igualmente ese título dentro y fuera de la Nouvelle Vague, esa generación de cineastas que puso el cine europeo patas arriba en la década de los sesenta y en la que Varda fue la única integrante femenina.
Porque para entonces, la directora belga ya había tomado la delantera a "padres" del movimiento como el director de Al final de la escapada (1960), Truffaut o Rohmer con su ópera prima, La pointe Courte (1955), película que rodó con solo 26 años y en la que utilizó muchos de los rasgos técnicos y estéticos que conformarían años después esta corriente cinematográfica.
Un drama sobre una pareja en crisis que reflexionan sobre su futuro juntos en un pueblo de pescadores. Filmado en clave neorrealista con una mezcla entre documental y ficción, y uniendo dos hilos narrativos distintos, la mirada sociológica de Varda recorre las calles vacías del pueblo, sus gentes y sus tradiciones.
A mediados de los años cincuenta, las mujeres no hacían cine, —Alice Guy o Leni Riefenstahl habían sido grandes excepciones—, así que a Varda no le quedó otra que fundar su propia productora, Tamaris Films (que se convirtió en Ciné Tamaris en 1977), para sacar adelante el proyecto.
Tras esta primera película, que rompió moldes y la consagró como una de las pocas mujeres directoras de su generación, llegaron treinta y nueve más. Cleo de 5 a 7 (1962), La felicidad (1965), Una canta, otra no (1977), Sin techo ni ley (1985), Los espigadores y la espigadora (2000), Las Playas de Agnès (2008); todas rodadas con la misma audacia, empatía y sensibilidad hacia el mundo que le rodeaba.
Un lustro después de su muerte a los 90 años, gran parte de esta filmografía se puede disfrutar hasta el próximo 27 de septiembre en el ciclo que le dedica la Filmoteca de Cataluña a la cineasta. Un homenaje que coincide con la gran exposición Fotografiar, filmar, reciclar en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), así como el lanzamiento por parte de Avalon del Universo Agnès Varda, un pack de 15 largometrajes y 15 cortometrajes en Blu-ray y la publicación en Estados Unidos de la biografía: A Complicated Passion: The Life and Work of Agnès Varda (Carrie Rickey).
La muestra, adaptación de la exposición Viva Varda de la Cinematheque Francaise, celebra las tres vidas de Varda, la de fotógrafa, la de cineasta y la de artista visual. Porque antes de embarcarse en el mundo del cine, ya había entrenado su mirada a través de la fotografía, primero en bodas y comuniones, y después en el Théâtre National Populaire.
Con una curiosidad innata, —“Me siento intrigada por las personas y las amo”, solía decir—, Varda retrató a vecinos, familiares y artistas, como a Dalí en un viaje a Cataluña en 1955 y del que la exposición recupera varias fotografías inéditas.
También se hizo una experta en el autorretrato, no sintió nunca reparos en ponerse delante de la cámara, como demostró en Caras y lugares (2017) o Varda por Agnès (2019), su última película. Para ella, el documental era una cura de humildad. Escudriñar a los demás, observar sus conversaciones, sus manías y llevarlas a la pantalla. Jamás entendió los límites entre la ficción y la realidad: esto es un documental, esto es una película, qué más da. Es cine, y punto.
De ahí que la exposición también se centre en su vida personal, que muchas veces traspasaba la pantalla. Desde su matrimonio con el también cineasta Jacques Demy (Los paraguas de Cherburgo, Las señoritas de Rochefort) y sus hijos Rosalie y Mathieu, que protagonizaron algunos de sus filmes, a su romance con la escultora Valentine Schlegel, esencial para que años después Varda se metiese de lleno en el mundo de las instalaciones artísticas, como Patatutopia, 2003, —culpable de que su tumba en Montparnasse esté llena de patatas en forma de corazón—; pasando por su amistad con artistas como Jane Birkin (protagonista de Kung fu Master, 1988), Catherine Deneuve. o Anna Karina.
Pudo moverse sin prejuicios en un mundo como el cine porque, cuando empezó a rodar, apenas había visto diez películas en toda su vida. No había ido a una escuela de cine, ni trabajado como ayudante. No tenía casi referentes, ni tampoco iba condicionada. Simplemente usó su imaginación, demostrando que libertad y rigor también pueden ir de la mano, y patentando un neologismo cinematográfico: la cinescritura.
Así definió el trabajo de los directores de cine que se encargan desde la escritura del guion hasta el montaje fílmico. Ella siempre se tomó ambas cosas muy en serio, pero tuvo claro que cantidad no siempre significa calidad. "No hice tantas películas porque siempre tenía que estar pendiente del dinero, pero mientras esperaba podía pensar bien qué quería hacer. La estructura de la película es más importante que la historia que cuentas", señaló en una entrevista.
Sin esa presión de tener que someterse a las exigencias del mercado, Varda pudo desarrollar las historias que le interesaban, las que reivindicaban los derechos de las mujeres, de los trabajadores, de los marginados.
Aunque siempre aseguró que ella no era de las que hacían películas políticas, su cine se hizo eco del Movimiento de Liberación de la Mujer de los años 60 (Una canta, la otra no, 1977), la revolución cubana (Salut les Cubains, 1964), el movimiento hippie (Lions Love (... and Lies), 1969) y las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos, en concreto las protestas por la liberación de Huey P. Newton, político y cofundador de las Panteras Negras.
"Intenté ser una feminista alegre, pero estaba muy enfadada", dice la cineasta en Las Playas de Agnès (2008), una frase recurrente cada 8M en redes sociales. Al principio, en comparación con otros cineastas de la Nouvelle Vague siempre se sentía "pequeña e ignorante". Al fin y al cabo, ella jamás se consideró una intelectual. Sin embargo, su determinante papel en la historia del cine está siendo cada vez más reivindicado.
Desde la promoción de Caras y lugares, filme donde se pateó la Francia rural con el artista urbano JR, su figura ha ido adquiriendo el estatus de icono. Protagonizando portadas de revistas de moda y convirtiéndose en la "abuela" moderna y guay de Internet.
"Mientras presentaba retrospectivas por todo el mundo tras la muerte de Agnès, me di cuenta de que las salas de proyección estaban llenas de gente joven. Preguntaba quién había visto ya la película que se proyectaba o cualquier película de Agnès Varda y tres cuartas partes del público respondía que no. Eso me hizo darme cuenta de que, de todos modos, la generación más joven se sentía cercana a ella", aseguró Rosalie, hija de Varda y Demy en la revista parisina Mastermind, quien está segura de que, cuando ya era una octogenaria, su madre se convirtió en una figura tan famosa como Martin Scorsese, fan confeso de la cineasta.
Su feminismo "alegre" y combativo se detecta en películas de jóvenes cineastas como Alice Rohrwacher (La quimera), Greta Gerwig (Lady Bird o en su taquillera Barbie) o Céline Sciamma, en cuyo cine, como en el Varda, la infancia tiene un papel protagonista. "Agnés Vardá cambió radicalmente la forma en la que hacía cine porque, de pronto, era algo fácil", explicó la directora de Retrato de una mujer en llamas a El Cultural.
"Yo me veo a mí misma como una buscadora, siempre atenta para encontrar nuevos caminos dentro del lenguaje cinematográfico", se definió la cineasta belga en una entrevista con El Cultural. Jamás fue agorera, era de las que pensaba que todavía tenemos cine para rato. "Aunque las técnicas y la relación entre imágenes y audiencias están cambiando y cambiarán, no hay necesidad de jugar al mito de Cassandra".
Por eso, las nuevas generaciones ven en Varda algo más que una adorable anciana de metro cincuenta. Han sabido apreciar esa osadía autodidacta y su inquietud genuina e insaciable, convirtiéndola en un talento atemporal, tan clásico como contemporáneo.