Hay imágenes de Keanu Reeves que han quedado grabadas en nuestra memoria: Neo surcando la pantalla tras liberarse —y de paso liberarnos— del imperio de la Megamáquina al final de la primera entrega de Matrix (1999).
Encendiendo un cigarrillo tras otro con contenida furia suicida, ahondando en el abismo de su cáncer de pulmón, en el neonoir fantástico Constantine (2005), como el maldito detective de lo Oculto creado por Alan Moore. O yaciendo malherido en el suelo de su habitación, acariciando el cadáver ensangrentado de su inocente mascota, apenas un cachorro, asesinada a sangre fría, en la primera y superior entrega de la saga John Wick (2014).
Pero de entre todas, una me viene siempre a la cabeza al pensar en su larga e irregular carrera: aquella, al final de Le llaman Bodhi (1991), obra maestra del thriller de acción firmada por Kathryn Bigelow, en la que como el agente especial Johnny Utah, tras dar por fin con el desperado Bodhi (Patrick Swayze), le permite encontrar su Walhalla surfero, mientras él abandona empapado la playa arrojando a la arena su identificación del FBI, con el mismo austero desencanto con que Gary Cooper tira al suelo su estrella de sheriff en Solo ante el peligro (1952).
En esta escena capital, Keanu Reeves, joven pero bien probado, resume su imagen específica como antihéroe de acción y futura estrella, con un pie en el cine espectacular y otro en el independiente: un contenido registro netamente apolíneo que soporta a duras penas los embates tanto internos como externos de un caos siempre amenazador, que su actitud estoica y sobriedad intentan mantener bajo control.
Una aparente inexpresividad que muchos críticos malintencionados han confundido, a lo largo de años, con estolidez o falta de recursos dramáticos, pero que, en realidad, constituye el mayor logro del actor.
El hombre tranquilo
Frente al desquiciado estilo dionisíaco de Nicolas Cage, fuerza desatada de la naturaleza, Keanu Reeves dota a sus personajes de una dignidad, una serenidad, que ocultan el sonido y la furia de un hombre interiormente siempre al límite, a punto de estallar.
Nunca resulta esto más evidente que en su estupendo duelo interpretativo con el desenfrenado Al Pacino del thriller sobrenatural Pactar con el diablo (1997) o como el héroe solar de Speed (1994), joya del cine de acción, enfrentado al explosivo Dennis Hopper.
Beneficiado por un físico atlético de línea clara y una belleza de elegantes rasgos polinesios, Reeves ha hecho de su aspecto levemente exótico (padre hawaiano, abuela china) y su aura de hombre tranquilo una virtud similar a la que hizo de Buster Keaton contrapunto apolíneo perfecto del dionisíaco Charlie Chaplin.
Se adapta con camaleónica facilidad a registros tan diferentes como el de la comedia más gamberra —Las alucinantes aventuras de Bill y Ted (1989), El alucinante viaje de Bill y Ted (1991), Freaked (1993)—, el thriller psicológico —Premonición (2000), La casa del lago (2006)—, el drama y la comedia románticos —Un paseo por las nubes (1995), Noviembre dulce (2001), La boda de mi ex (2018)—, el terror —Drácula de Bram Stoker (1992)— o la ciencia ficción —Johnny Mnemonic (1995)—, aportando una presencia inquietante e impasible, con algo netamente zen, que modula sutilmente para, con apenas un gesto, una inflexión, pasar de asesino en serie —The Watcher (2000)— a víctima —Toc Toc (2015)—, de alienígena —Ultimátum a la Tierra (2008)— a héroe intachable —Reacción en cadena (1996)—, o a siniestra presencia amenazadora: su escalofriante cameo en The Neon Demon (2016).
Son precisamente aquellos defectos que a menudo le fueran reprochados por parte de crítica y aficionados los que Reeves transforma en virtudes. Su belleza clásica y al tiempo exótica, que algunos encontraron siempre incómoda, le convirtió durante los ochenta y noventa en ídolo teenager, esa categoría que solo entienden bien "chicas y maricas", odiada por tantos cinéfilos, pero que es oro puro cinematográfico.
En poco tiempo Keanu desarrolló una carrera como estrella adolescente equiparable a las de Tom Cruise, Leonardo Di Caprio o el malogrado River Phoenix. Sólo en 1986 aparecería en tres clásicos juveniles, creciendo en protagonismo uno tras otro: Youngblood, junto a Rob Lowe y Patrick Swayze; Instinto sádico, junto a Crispin Glover; y Volando, con Olivia d'Abo. Un par de años después, será protagonista absoluto de la deliciosa comedia La noche antes (1988).
El potencial de Reeves, mientras despertaba suspiros adolescentes desde las carpetas, lo entendieron rápidamente directores que difícilmente pueden ser calificados como simplemente comerciales. El actor pronto iniciaría un sendero que nunca ha abandonado: el del cine de autor e independiente.
Así le vimos en Las amistades peligrosas (1988) de Stephen Frears; Mi Idaho privado (1991) de Gus Van Sant; Mucho ruido y pocas nueces (1993) de Kenneth Branagh; Pequeño Buda (1993) de Bertolucci o La última vez que me suicidé (1997) de Stephen Kay.
Después, mientras renacía convertido en superhéroe de sagas como Matrix o John Wick le hemos seguido también en Thumbsucker (2005) de Mike Mills, A Scanner Darkly (2006) de Richard Linklater; La vida privada de Pippa Lee (2009) de Rebecca Miller; Generation um… (2012) de Mark Mann; The Neon Demon o la estupenda Amor carnal (2016) de Ana Lily Amirpour.
Apolo rising
La “muerte” artística y profesional de Keanu Reeves ha sido vaticinada en no pocas ocasiones, pero el actor ha sorprendido siempre a todos, detractores y seguidores, resucitando y reinventándose con estupendos blockbusters como la original Matrix, en la frontera del nuevo siglo y milenio, y después con la serie de John Wick, cuyas primeras entregas forman parte de lo mejor del cine de acción contemporáneo. Pero, ¿por qué este afán de apagar su estrella?
Keanu Reeves ha sido víctima durante años del odio que suscita la paradójica maldición de la belleza masculina en pantalla. Muchos hubieran deseado que el tópico del “guapo tonto”, tan injusto como el de la “rubia boba”, fuera cierto, al menos en su caso. Nada más lejos de la realidad.
Además de deportista semiprofesional durante su juventud y de una carrera notable como músico rock con su banda Dogstar —abandonaría definitivamente la música en 2005—, ha trabajado en teatro, televisión, como voz de doblaje para filmes de animación o produciendo series, manteniendo siempre un espeso y discreto velo en torno a su vida privada, ideas políticas o religiosas.
Si bien no resultan en absoluto sorprendentes su conocida fascinación por las artes marciales y la espiritualidad budista, que le hicieran intérprete ideal de filmes marcados por la filosofía oriental como Pequeño Buda o La leyenda del samurái (2013), además de inspirar su apreciable esfuerzo como director: El poder del Tai Chi (2013), su frecuente labor humanitaria, su pasión por el rock, la literatura beat o la contracultura.
Todo ello forma parte de un mismo impulso apolíneo, un mismo esfuerzo por controlar el caos de la vida, real y cinematográfica, espiritual y material, que Keanu Reeves ha sabido articular como fuerza motriz de su espléndido trabajo a lo largo de las décadas. Con una constancia y esfuerzo que le han ganado finalmente —eso sí, cumplidos los sesenta— el merecido reconocimiento de crítica y público: número cuatro en la lista del NY Times de los veinticinco actores más grandes del siglo XXI. Vincit qui patitur.