Uno de los tropos visuales propios de las comedias de situación no es otro que el plano general de la casa familiar utilizado habitualmente como escena de transición. En Hard Truths, el último trabajo del cineasta Mike Leigh, esa imagen aparecerá en dos ocasiones. La primera, en el arranque del filme, y la segunda, en su parte final.

Sin embargo, y a diferencia de las sitcoms clásicas, la vivienda no vendrá encuadrada por un plano fijo, sino que la cámara se paseará frente a ella en un movimiento que se detendrá para iniciar un leve retroceso hasta situarla, ahora sí, en el centro del cuadro, como si el inmueble tuviese un campo magnético propio que obligase a la cámara a regresar a él.

La residencia suburbial ha sido, tradicionalmente, el espacio de la sitcom, género del que Leigh asumirá sus códigos para, en un tour de force final, terminar pervirtiéndolos. En la citada casa vive una familia de clase media, el destilado británico de los Winslow de Cosas de casa o de tantas otras familias afroamericanas protagonistas de un buen puñado de shows similares.

Aquí nos encontramos con una versión disfuncional de los Cosby, los Banks y compañía, empezando por Pansy (Marianne Jean-Baptiste), una madre que vive peleada con el mundo. He aquí una reformulación femenina y negra de un Larry David con almorranas, nuevo paso evolutivo de esta tipología de personajes que habitan la nueva comedia (serial) americana.

En el hogar también viven Curtley (David Webber), un marido silente que regenta un negocio de fontanería, y Moses (Tuwaine Barrett), un ni-ni de 22 tacos que en lugar de hablar come y mata el tiempo entregándose a su lánguida pasión por los aviones.

Encarnada con la fuerza de un huracán descontrolado por una Marianne Jean-Baptiste que, con su actuación, prohíbe al resto de concurrentes optar a la Concha de Plata a la mejor interpretación, Pansy lidera una primera hora de metraje desternillante, si bien Leigh se toma el tiempo necesario para describir el resto del árbol genealógico, y las nervudas raíces que lo sostienen, formado también por Giselle (Michelle Austin), hermana de Pansy, y sus dos hijas, ideales ambas.

Todo ello está retratado con la limpidez propia del modelo matriz, con el director de fotografía Dick Pope olvidándose de las virguerías pictóricas de Mr. Turner (2014) para entregarse a la convencional claridad que piden las series de televisión de corte familiar. La elección de escenarios, la estructura de la película y las situaciones que se plantean, desde las charlas en la peluquería de Giselle hasta el momento bullying, remiten de manera deliberada a clichés de la comedia de situación.

Ahora bien, mientras observamos a Pansy quejarse y maldecir, se perciben ciertas disonancias que terminarán por aflorar en el último y demoledor acto de Hard Truths. Nos referimos, entre otras cosas, a la tetraplejia emocional y a las incapacidades comunicativas de Pansy, Curtley y Moses. Una visita programada a la tumba de la madre de las hermanas devendrá en deflagración traumática de inatajables consecuencias.

En ese punto, el lenguaje televisivo, entendido en su formulación más clásica, dará paso a otro de orden cinematográfico. Desaparecerá la palabra y se impondrá el movimiento. La casa de la que la cámara no puede despegarse se convierte en un almacén de agravios, en el símbolo de la parálisis que amenaza con aniquilar a la familia.

Pansy tendrá que callar y empezar a actuar, aunque quizá sea ya demasiado tarde. De hecho, en la última secuencia protagonizada por Moses, el cineasta británico apunta que la única sanación posible está en el exterior, allí donde late la vida.

El imaginario de la sitcom queda asociado así a la neurosis provocada por las imposiciones que obliga a asumir una concepción tradicional de la institución familiar, algo que pervierte la esencia de aquel género especular pensado para convencer a los espectadores de que sus familias eran idénticamente felices a las que veían en sus pantallas.

Ese gesto, tremendamente perturbador porque le señala a la audiencia que ha estado una hora riéndose de un sufrimiento ajeno que percibía como running gag, hermana de manera insospechada Hard Truths con Twin Peaks (David Lynch & Mark Frost, 1990-1991). Si por este cronista fuese, y con permiso de Albert Serra, Mike Leigh podría añadir una Concha de Oro a su colección de grandes premios festivaleros, pues recordemos que ya tiene la Palma cannoise (Secretos y mentiras) y el León veneciano (Vera Drake).

Diez años mayor que Leigh y ya con 91, el cineasta francogriego Costa-Gavras presentó en San Sebastián El último suspiro, nueva aproximación a la cuestión mortuoria, sin duda el tema clave de la presente edición. Se adapta aquí un libro de Régis Debray y Claude Grange centrado en la relación entre un escritor tímidamente preocupado por su salud y el médico al frente de un hospital dedicado a los cuidados paliativos.

Una imagen de 'El último suspiro'

A veces la fortuna que brinda el calendario, el hecho de que un título se proyecte ya bien entrado el certamen y no al principio, una decisión que, por otra parte, obedece a factores tan diversos como imponderables, puede resultar una bendición. Una película ‘normal’ como la del director de Z (1979) termina siendo colirio para los ojos después de haber visto las prescindibles Soy Nevenka, El lugar de la otra o El hombre que amaba los platos voladores.

Esta última, dirigida por Diego Lerman, segundo fruto de la mala cosecha latinoamericana de este 2024, aborda la historia de un periodista a la caza de OVNIS en la provincia de Córdoba y cruza referencias sin ton ni son, desde El gran carnaval a Network, pasando por una banda sonora que saquea al Maurice Jarre de Lawrence de Arabia y al John Williams de Indiana Jones, para terminar siendo un melting pot avejentado en el que todos los personajes secundarios sin excepción ni siquiera alcanzan la categoría de marionetas.

Por comparativa, la última película de Costa-Gavas resultó, a la postre, agradable. Y lo es porque los envolventes y suaves movimientos de cámara que capturan ese estado de suspensión que acordona un espacio frecuentado por la muerte, la naturalidad de los diálogos, el savoir faire del elenco -mención especial a las apariciones de Charlotte Rampling y Ángela Molina- y el aliento vitalista que desprende el conjunto ni intentan nada nuevo ni se apartan de ninguna convención, se limitan a contar una historia con solvencia.

Algo que no sucede, por ejemplo, en el remake que el casi siempre perturbador e interesante Kiyoshi Kurosawa ha hecho de su The Serpent’s Path. Como si el aumento presupuestario –el original de 1998 estaba hecho con dos yenes- se hubiera invertido en sobreexplicar una película que crecía gracias a su cripticismo y en empeorar a los actores -la traslación de la acción de Japón a Francia termina siendo perjudicial- , la reflexión del autor de Kairo (2001) sobre la violencia como espiral infinita no trae nada nuevo, solo algo peor de lo que ya habíamos visto.

Yo, adicto: la voz humana

En 2021, Javier Giner publicó el libro Yo, adicto. En él relataba su experiencia en un centro de desintoxicación. Era aquel un testimonio frontal, que no buscaba coartadas ni aspiraba a convertirse en carne de Ted Talk.

Escrito con inusitada fluidez y paradójicamente adictivo, aquella suerte de novela de no ficción rehuía el dogmatismo para aproximarse, desde la honestidad, a una verdad personal e intransferible. Ahora, el propio Giner se sitúa detrás de las cámaras, secundado por Elena Trapé, para traducir en imágenes una historia que arranca marcada por la angustia vital, el sufrimiento autogenerado y las pulsiones autodestructivas.

Para embarcarse en ese viaje hacia la sanación que se ha presentado fuera de competición en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián, Giner ha contado con Oriol Pla para copiarle el gesto, la dicción y hasta el blanco de los ojos. De su mano, surcando el metraje de una serie que va transformándose al igual que van cambiando los estados de ánimo del protagonista, nos adentraremos en un mundo lleno de sombras, pero también de luces y, sobre todo, habitado por personajes tan imperfectos como difícilmente olvidables encarnados, además, por un elenco de relumbrón.

Con un Pla insuperable cargándose el peso del relato a sus espaldas, Yo, adicto logra superar los desajustes de un montaje un tanto errático, como si se nos hubieran escatimado minutos y secuencias que explicasen determinados cambios que operan en algunos personajes secundarios, verbigracia la Lola interpretada con delicada fragilidad por Marina Salas.

Oriol Pla, en 'Yo, adicto'

En ocasiones la propuesta pueda resultar redundante, pensemos en Giner quejándose de que Iker (entregadísimo Omar Ayuso), un actor popular en horas subterráneas, es exactamente igual que él, lo que le exaspera, algo que el espectador ya había visto y no necesitaba ser verbalizado. En todo caso, los guiones utilizan con criterio la voice over importada de la novela confesional, una voz que puntúa el relato pero que nunca lo satura, y que revela el artificio de la ficción para activar la conciencia de un espectador al que no se quiere pasivo.

En una serie en la que la voz humana es tan importante, y en la que las sesiones de terapia ocupan un lugar preeminente, Giner justifica con astucia la infalibilidad de los terapeutas, interpretados con espartana contención por Nora Navas y Alex Brendemühl, pues la imposibilidad de los pacientes de acceder a las vidas privadas de quienes los cuidan terminan por convertirlos en rocosos frontones morales, sin fisuras.

Solo vemos la cara profesional de los psicólogos y trabajadores sociales, y aunque su labor adopte un tono monocorde que choca contra la intensidad de no pocos pasajes, la combinación, en líneas generales, da sus frutos. Esto es algo que observarán, claramente, en el quinto episodio, entreverado de sesiones terapéuticas un tanto repetitivas y de un pandemónium familiar que haría las delicias de Tennessee Williams.

Esos momentos impactantes, que tienen que ver con las recaídas, pero también con emociones que trascienden los demonios de la adicción, funcionan gracias a una puesta en escena dérmica que se pega a los personajes como una crema ansiolítica que, al principio, provoca escozor para luego terminar proporcionando alivio. Otra de las decisiones clave de esta serie arriesgada, tan fiel a los vaivenes de su protagonista que puede resultarles confusa, divertida, tierna, insoportable y dura.