Se cerró la 72.ª edición del Festival de San Sebastián con la concurrencia en su apartado principal de The Last Showgirl, drama sobre una veterana bailarina que ejerce en un local en horas bajas de Las Vegas. Estamos ante un filme, dirigido por Gia Coppola, construido a mayor gloria de una Pamela Anderson que no mejora aquí sus limitadas prestaciones como actriz.

Esta historia sobre la decadencia del cuerpo y el paso del tiempo, intolerables para un negocio que vive de la belleza y la plenitud física, crece cuando roza la abstracción, también cuando le saca jugo a la comparación metalingüística; Jaime Lee Curtis constatando que los años no pasan en balde con un baile que remite a su famoso striptease en Mentiras arriesgadas, rodada hace ahora 30 años. Aviso: la película será un festín para cinéfilos deseosos de completar el profuso álbum de homenajes.

Los perfiles de una ciudad que parece un espejismo —los oropeles de la falsedad restallando sobre texturas desenfocadas, mecidos por la música hipnótica de Andrew Wyatt— sobre los que deambula una Anderson perdida transmiten todo aquello que un guion convencional y sobreexplicativo insiste en manifestar una y otra vez por boca de casi todos los personajes.

Tanto la propia Shelley (Pamela Anderson), como su hija, que ahora intenta anudar los lazos de una relación casi rota, como el director que supervisa la última audición de la protagonista, interpretado por Jason Schwartzman, insisten en recordarnos a cada momento la importancia de los temas a tratar y de lo pertinente de según qué reivindicaciones. The Last Showgirl podría haber sido la versión femenina de El luchador (Darren Aronofksy, 2008), pero aquí sobran palabras y falta nervio.

Veamos lo nuevo de Gia Coppola como la unidad de medida de una sección oficial en la que abundó una corrección entre insípida y llevadera (Cuando cae el otoño, El último suspiro) pese a la presencia incomprensible de algunos títulos (El hombre que amaba los platos voladores, El lugar de la otra) y la de otros cuya participación obedece a cuestiones de agenda (Soy Nevenka) o la inclusión de estrellas en su reparto (Cónclave).

Andrés Roca Rey en 'Tardes de soledad', de Albert Serra

Hubo, como siempre en San Sebastián, apuestas decididas por autores no ya reputados, sino caracterizados por su amor al riesgo. Algunas no salieron del todo bien, casos de The End o The Serpent’s Path, pero otras sirvieron para certificar que, dentro de las muy particulares circunstancias económicas y de calendario que el festival donostiarra enfrenta, y que lo sitúan en inferioridad de condiciones con respecto al resto de certámenes de clase A, al comité de selección que preside José Luis Rebordinos no le falta valor. Hablamos, más allá de lo que depare el palmarés, de títulos con marcado sello autoral y de indiscutible impacto como Tardes de soledad (Albert Serra, 2024) y Hard Truths (Mike Leigh, 2024) y, en menor medida, de Los destellos (Pilar Palomero, 2024).

Pero, además, un festival de este calibre se ha de caracterizar, también, por su capacidad para convocar nuevos nombres que nutran de savia fresca el panorama cinematográfico internacional.

Sin duda, el de Laura Carreira será el que resuene con mayor fuerza. Su ópera prima On falling tiene no pocas papeletas para ocupar un puesto de honor en esta edición. En primer lugar, por su conveniencia temática, pues ilustra la peripecia de Aurora (Joana Santos), trabajadora portuguesa que se desloma en un centro de distribución escocés mientras malvive en un piso compartido.

Carreira propone una aproximación al cine social alejada de lo panfletario, rehuyendo cualquier planteamiento dicotómico en el que nos resulte fácil identificar a buenos y malos, sin por ello dejar de señalar las perversiones del sistema ni la necesidad de liberarse de sus servidumbres, una pequeña revolución que pasa por regenerar un sentimiento de comunidad y alejarnos de un incapacitante individualismo.

Joana Santos en 'On Falling', de Laura Carreira

Aunque su guion toma algunos desvíos discutibles, como todo lo relacionado con ese suicidio en off que sobrevuela el metraje, su puesta en escena claustrofóbica y su precisión a la hora de mostrar la alienación de Aurora son más consistentes que el envoltorio de Bound in heaven, debut en la dirección de la hasta ahora guionista Xin Huo. La tan simple como rocambolesca historia de amor entre un enfermo terminal y una mujer maltratada por su pareja contiene algunas de las imágenes más bellas vistas este año en Donosti, pero su discurrir errabundo, motivado por la obligada huida de la pareja, está lleno de arbitrariedades.

La película se mueve entre las influencias del primer Kim Ki-duk (romances tortuosos, cierto laconismo, arrebatos de violencia, narración elíptica) y de Wong Kar-wai (el uso del espacio para definir el estado de los personajes, el gusto por el melodrama romántico), si bien está lejos de alcanzar la potencia de La isla o la finura de Happy Together, en parte porque hay pasajes que se repiten en exceso: los personajes se mueven, pero la historia se atranca.

Cerremos el capítulo de apuestas y el repaso final al festival con El llanto, coproducción hispano-franco-argentina que supone el debut en el terreno del largometraje de Pedro Martín-Calero, apoyado en el guion por Isabel Peña (Que Dios nos perdone, El Reino).

La película arranca con la promesa de una reflexión sobre la imagen contemporánea vinculada al aislamiento individual. Andrea (Ester Expósito) vive pegada a su móvil, habla con su novio que reside en Sidney a través de la pantalla de su ordenador, flota más que pasea por las calles inmersa en una burbuja audiovisual de playlists y airpods. En ese contexto, un espectro homicida que no puede ser visto, pero sí filmado, comienza a acecharla.

Ester Expósito en 'El llanto', de Pedro Martín Calero

Sucede que lo sugerente del planteamiento va transformándose en un caso de maldición hereditaria, lo que conduce a una dislocación del relato que viaja de España a Argentina y finalmente a Francia para, entre sustos y homenajes, conformar un relato episódico con la violencia de género como telón de fondo. La deriva resulta del todo inconsistente y el desaprovechamiento de la premisa inicial, una lástima. 

Rescatemos, no obstante, la magnética presencia de Malena Villa y el arrojo del festival por incluir una película de género, material radioactivo para los certámenes de este perfil, aunque quizá El llanto no fuese la mejor de las elecciones posibles. En cualquier caso, gracias por el envite.