Validar o impugnar la decisión de un jurado compuesto por cinco personas con criterios y gustos heterogéneos es como lamentarse frente al televisor porque el delantero de tu equipo acaba de mandar un penalti al limbo.
Enfadarse por un fallo confeccionado a partir de una aleación de intersubjetividades no tiene sentido alguno, más aún cuando nos es imposible contraponer opiniones o conocer en qué circunstancias vieron las películas, si se durmieron cuando les pasaron The End, si organizaron mentalmente su agenda mientras desfilaban ante sus ojos las imágenes de El hombre que amaba los platillos volantes, o si leyeron las toneladas de reseñas y críticas que se publicaron durante la semana y eso modificó de algún modo su juicio.
Sea como fuere, los caminos de un jurado son inescrutables y las habituales rabietas infantiles de la prensa especializada no son más que el desagravio del mal perdedor ante un resultado que no es de su agrado y al que se le cuelga la vitola de injusto para reforzar la propia posición.
En todo caso, tanto para la presidenta del jurado, la directora donostiarra Jaione Camborda, como para la escritora y periodista argentina Leila Guerriero, el actor y director estadounidense Fran Kranz, el realizador, guionista y productor griego Christos Nikou, el cineasta austríaco Ulrich Seidl y la productora francesa Carole Scotta, el radicalismo autoral de la mirada de Albert Serra, esta vez derramada sobre el mundo de los toros, no fue óbice para que todos ellos aceptaran el envite de una propuesta como Tardes de soledad, cuya violencia bien podría haber causado que alguno de los jurados se declarase en rebeldía rompiendo el consenso.
No es la de Serra una película fácil ni agradable, pues su metonímico relato de la tauromaquia, a través de un desfile de corridas en las que toma parte el diestro peruano Andrés Roca Rey, no escatima en sangre y muerte. Es, sin embargo, su forma fílmica la que eleva la propuesta: el borrado del contexto, el tratamiento del sonido, el uso de los teleobjetivos para acortar las escalas y acuñar una estética que se mueve entre el hiperrealismo y la abstracción, la exploración de las contradicciones y las extemporaneidades de un mundo atávico…
La Concha de Oro para Serra es difícilmente objetable, aunque de nada serviría disentir de tal decisión, como tampoco de nada sirve lamentar la ausencia de Hard Truths/Mi única familia en el palmarés. Es más fácil rendirse a las apabullantes imágenes de Tardes de soledad que acceder a los sencillos misterios que se esconden en el último trabajo de Mike Leigh.
Su estética roma, su protagonista intransigente y la banalidad de los escenarios que presenta quizá necesiten de un reposo mayor para ser descifradas, algo que la dinámica de un festival no favorece. Detrás de esa aparente tosquedad se va dibujando una tomografía de las neurosis familiares que estalla en un último acto demoledor y que rompe con la caligrafía televisiva que servía para recrear la felicidad familiar popularizada por las sitcoms y así enunciar los abismos de desafección que se esconden detrás de ese modelo teleficcional.
Si el premio a la mejor interpretación no fue a parar a las manos de Marianne Jean-Baptiste por ponerse en la piel de una madre huracanada en el filme de Leigh, la única otra opción posible era la de Patricia López Arnaiz, cuyo talento actoral alcanza nuevas cotas de precisión en Los destellos, tercer largometraje de Pilar Palomero.
López Arnaiz, aquí una mujer que se ve obligada a cuidar de su expareja al borde de la muerte, es de esas actrices a las que uno no le ve los hilos, pues la naturalidad que envuelve cada una de sus ejecuciones disimula su enorme talento para hacernos viajar, con apenas una vibración del rostro, de la desazón a la ternura sin solución de continuidad. Un portento.
Sobre el trabajo actoral, o al menos eso se deduce de la declaración del jurado, se cimenta el Premio Especial del Jurado otorgado a The Last Showgirl. En cambio, resulta mucho más interesante la manera en la que Gia Coppola muestra un mundo en disolución, el de un local de variedades a punto de cerrar y, por ende, el de los trabajadores que lo habitan, que las interpretaciones de Pamela Anderson o Dave Bautista, por no hablar de una Jaime Lee Curtis que replica el histriónico registro de The Bear. De hecho, es la de Kiernan Shipka, que roba escenas como si en lugar de arte dramático hubiera estudiado para carterista, la actuación que habría que destacar.
Puestos a elucubrar, el premio ex aequo a la mejor dirección para Laura Carreira (On Falling) y Pedro Martín-Calero (El llanto) tiene algo de contrapartida, de agradecimiento al festival por parte de un jurado que supo valorar la apuesta por el descubrimiento de nuevos talentos. Reconocer a dos debutantes, por más que sus primeros largometrajes ofrezcan resultados dispares, mucho más sólido el de la directora portuguesa, más inconsistente el del vallisoletano, este galardón compartido viene a certificar que Donosti es una excelente puerta de entrada a las grandes ligas de la cinematografía para aquellos que empiezan.
Paradójicamente, el director más premiado de esta 72.ª edición fue un habitual del Zinemaldi, François Ozon, que se alzó con el premio al mejor guion, escrito en colaboración con Philippe Piazzo, y que vio como Pierre Lottin se llevaba el premio a la interpretación de reparto. Más que sorprendernos por el aprecio que el jurado mostró por la caprichosa escritura de Ozon y Piazzo, quizá sea más provechoso tratar de pensar qué vio en el texto del autor de En la casa (2012).
Pese a emplear el punto de vista como un señuelo y entender las elipsis como un truco de magia más que como herramienta de síntesis, el guion de Cuando cae el otoño nos puede ganar por el diseño de unos personajes atravesados de incertidumbres, desde una viejita que vive retirada en la Borgoña y que otrora ejerció la prostitución, hasta un exconvicto cuyo buen corazón le lleva a cometer acciones prohibidas por el código penal. Esa dulce amoralidad tan ozoniana sirve para vindicar un modelo de familia que no atiende a la consanguinidad sino a una combinación afectiva distinta y no por ello menos noble.
Que Piao Songri obtuviera el reconocimiento a la mejor fotografía entraba dentro de toda lógica, pues Bound in Heaven (Huo Xin, 2024) contiene imágenes de inusitada pregnancia, amén de un expresivo tratamiento del espacio, si bien, la cruda exactitud del trabajo de Artur Tort en Tardes de soledad también hubiera podido ocupar idéntico lugar en el palmarés.
En cualquier caso, obtenido ya el premio mayor, se puede dilucidad que el filme de Serra bien podría haberse impuesto en otras categorías (fotografía y dirección, principalmente) y que el jurado prefirió abrir sus brazos a otras propuestas y no pecar de reduccionista.
De todos modos, es esta una de esas Conchas de Oro incontestables, refractaria al anonimato con el que el tiempo castiga a los títulos menores. Dentro de unos años, a la pregunta de quién ganó el Festival de San Sebastián en 2024, todos responderemos sin pestañear. Cumbre.