El himno de la alegría, una versión pop de la Novena sinfonía de Beethoven cantada por Miguel Ríos, fue como un rayo de luz en la oscuridad del tardofranquismo. Apareció en 1969, cuando el régimen ya estaba debilitado y puso banda sonora a toda la larga Transición como símbolo de esperanza. No solo en España, en todo el mundo, esta versión un tanto kitsch, pero indiscutiblemente emocionante, de la clásica melodía fue un inmenso hit.
Detrás del éxito, Waldo de los Ríos, de origen argentino, quien llegó a la España aún atrasada y cerrada sobre sí misma de 1962 presumiendo que en el “país de los tuertos el ciego es rey”. Vivió la gloria musical y televisiva, un matrimonio tormentoso con la enloquecida Isabel Pisano, una actriz argentina que acabó triunfando como periodista, y aunque aparentaba ser un hombre casado se acostaba con hombres de tapadillo. Acabó muy mal, suicidándose a los 42 años un 28 de marzo de 1977.
Figura semiolvidada de la historia de la cultura popular española, el documental Waldo rescata su tormentosa trayectoria. Dirigido por Charlie Arnaiz y Alberto Ortega, quienes ya triunfaron con su semblanza de Francisco Umbral en Anatomía de un dandy (2020), en este nuevo trabajo plantean, por una parte, el retrato de una España gris y ferozmente homófoba en la que el mundo de la música, visto tradicionalmente como “liberal”, era tan conservador como la propia sociedad.
Por la otra, el abismo íntimo de un tipo sensible atormentado por una madre cantante, famosa en Argentina, Marta de los Ríos, una mujer malvada, y su propia esposa, Pisano, como mínimo turbia.
Vagos y maleantes
Si en el whodunit se trata de adivinar quién mató al fiambre, en esta película es el quién pero también el qué llevó a de los Ríos a un final tan trágico. Explica Charlie Arnaiz, co-director de Waldo: “Tiene forma de biopic, pero cuando valoramos por qué Waldo acabó suicidándose surgen muchos elementos. Uno fundamental, es que su historia habla sobre salud mental y sobre la homofobia”.
La película está narrada por el veterano periodista malagueño Miguel Fernández, autor de su biografía, Desafiando al olvido, fan devoto de Waldo de los Ríos y gay él mismo, quien se identifica con su sufrimiento.
De los Ríos probablemente nunca ni siquiera se reconoció a sí mismo su homosexualidad, que vivió con angustia en un franquismo que incluso en su última etapa aumentó la represión.
Dice Ortega: “Es una España difícil de contar porque hay muy poco archivo. Waldo buscaba su libertad en los bajos de determinadas discotecas donde se permitían acercamientos homosexuales con mucho cuidado, surgen esas pequeñas burbujas de libertad en un Estado que considera a los homosexuales enfermos o delincuentes”.
Waldo de los Ríos se convirtió en el productor musical de referencia de Hispavox, la discográfica más importante de los 60 en España. Imprimió su particular toque pop para las estrellas de la época, de Jeanette a Karina pasando por Miguel Ríos o Paloma San Basilio. Además, colaboró intensamente con Chicho Ibáñez Serrador, para el que compuso la banda sonora de su mítica ¿Quién puede matar a un niño? (1976) o la sintonía del Un, dos, tres.
Hizo caja sobre todo con sus versiones pop de sinfonías de Mozart y otros compositores clásicos. Se compró un chalet en una zona pija de Madrid, varios coches de alta gama y de alguna manera trató de llenar su vacío personal cubriéndose de oro. Pero el éxito nunca ha sido fácil.
Dice Arnaiz: “En esa época era imposible para los músicos declararse homosexuales, las discográficas consideraban que las fans sustentaban el negocio y sus ídolos tenían que ser accesibles. Y la industria musical es una trituradora porque cada década cambia el sonido. Al borde de los años 80, de la movida, el sonido de Waldo se había quedado anticuado”.
De la gloria a matarse a sí mismo con una escopeta, la tragedia de Waldo de los Ríos queda marcada por dos mujeres de fuerte temperamento. Por una parte, esa madre manipuladora y posesiva que lo trata como un cajero automático y simula que se desmaya cuando le dice que se va a casar para impedírselo.
Por la otra, la simpar Pisano, que después de una carrera mediocre como actriz llegó a despuntar como corresponsal de guerra en los 80 y escritora de novelas, además de copar muchos titulares por su muy publicitado y rocambolesco romance de un año con Yasir Arafat, el líder de los palestinos.
Dice Alberto Ortega: “Waldo se encontró en ese triángulo autodestructivo entre su madre y su mujer, que eran personas muy parecidas. Las dos le querían solo para ellas y en el caso de la madre puedes ver en las escenas donde aparecen juntos que ella lo anula, se comporta como un niño. Fue una persona que desde niño nunca pudo ser él mismo”.
Añade Arnaiz: “Vemos también el machismo de la época. Isabel Pisano no sabemos si es villana o víctima de una sociedad machista. Mi mujer, por ejemplo, está convencida de que tiene gran parte de la culpa en su declive, yo no tanto, está bien que cada uno saque sus propias conclusiones”.
La cara y la cara B
Los espejos infinitos del éxito juegan su papel. Dice Arnaiz: “En un documental lo habitual es utilizar el orden cronológico. Aquí no te enteras hasta pasada una hora de todo el drama que llevaba Waldo encima, es como la cara A y la cara B de un disco, la parte visible del éxito y la tragedia personal”.
Fue un hombre avanzado a su tiempo que grababa su vida cotidiana con una cámara y las conversaciones telefónicas en cintas, como hademos ahora con el móvil, y esas imágenes grabadas por él mismo, en la que se le ve feliz y chistoso, contrastan con su tristeza interior. Señala Ortega: “Se parece un poco a lo que sucede actualmente con las redes sociales, queremos dar una imagen mejor de lo que realmente nos pasa”.
Explican los directores que el suicidio de Waldo fue la “crónica de una muerte anunciada” porque cuando pasó, muchos ya se lo imaginaban. Un romance truncado con un tal Juan, un chico mucho más joven por el que adelgazó 20 kilos para resultar más atractivo, acabó por destrozarlo.
“Era una persona muy solitaria", asegura Arnaiz. "Tenía dos caras y una era muy oscura. Premeditó su propio suicidio hasta el último detalle y lo escenificó, con una foto de Juan sobre el pecho y una cinta con una conversación con su madre reproduciéndose. Es muy posible que incluso lo grabara”.