Anselm, el nuevo documental del cineasta alemán Wim Wenders (Düsseldorf, 1945), se abre con un conjunto de imágenes sombrías que evocan un misterio insondable.
Primero, la pantalla en negro resalta el tétrico crepitar de un paisaje natural. Luego, cuando se hace la luz, emergen ante la cámara unas estampas que basculan entre lo lírico y lo siniestro: un vestido nupcial reposa en el corazón de un escenario campestre; unos morosos planos circulares envuelven a unos maniquíes sin cabeza.
Estamos ante un conjunto de piezas del pintor y escultor Anselm Kiefer (Donaueschingen, 1945), obras en las que la huella del romanticismo se resquebraja ante la fuerza destructiva del transcurso del tiempo.
Desde el off sonoro, una voz de ultratumba alaba a “las mujeres de la Antigüedad”, y más adelante sabremos de la fascinación del artista por el mito de Lilith, la pareja de Adán según la religión judía. Para el artista de la Selva Negra, Lilith siente una conexión particular con las ruinas y, por lo tanto, su lugar preferido habría sido la Alemania devastada del final de la Segunda Guerra Mundial. Así toma forma la persistente indagación de Anselm Kiefer en la memoria trágica de la nación germánica.
Un cierto antagonismo
Pese a que comparten pasaporte y año de nacimiento, 1945, las sensibilidades de Kiefer y Wenders perfilan un cierto antagonismo. El artista plástico ha forjado su monolítica trayectoria sobre el insistente abordaje al trauma abierto en el espíritu alemán por el auge del nazismo, mientras que el cineasta ha hecho de la errancia y el nomadismo la esencia de su exploración de la naturaleza humana.
Por un lado, Kiefer, el teutón obstinado, ha sido reconocido como un “maestro de la irritación sutil” por su inclinación a hurgar una y otra vez en un conjunto de heridas nacionales. Por el otro, Wenders, el alemán atraído por el desierto americano, ha colmado su filmografía con historias marcadas por el reencuentro y el acompañamiento, de París, Texas (1984) a Perfect Days (2023).
Y, por si lo anterior no fuera suficiente, Kiefer es un artista de la gravedad –sus monumentales lienzos y construcciones se aferran al peso de los metales y la piedra–, mientras que Wenders parece hallarse como pez en el agua en la ingravidez –los ángeles de El cielo sobre Berlín– y el movimiento permanente de las road movies.
Y entonces, dada la disparidad de personalidades, ¿por qué la fascinación de Wenders por Kiefer? ¿Cómo explicar la existencia de un documental como Anselm? La respuesta cabe buscarla, quizás, en la necesidad de esta distancia entre ambos artistas.
En uno de los reportajes televisivos que salpican el metraje, un periodista señala que la obra de Kiefer tiende a ser elogiada por su deslumbrante belleza, cuando en realidad, para asimilar su compleja significación y sus enigmáticas formas, resulta necesario tomar una distancia reflexiva. Y eso es justamente lo que propone Wenders en su nueva película, que se desmarca del carácter abiertamente devocional y didáctico de otros documentales recientes del autor de El amigo americano (1977).
Así, mientras que la palabra jugó un papel central en las aproximaciones de Wenders a las figuras de Pina Bausch, Sebastião Salgado y Jorge Mario Bergoglio –en Pina (2011), La sal de la Tierra (2014) y El Papa Francisco: Un hombre de palabra (2018)–, las entrevistas ocupan apenas los márgenes de Anselm. Para acercarse el arte abstracto y doliente de Kiefer, Wenders opta por un enfoque heterodoxo, en el que el documental muestra su cara más impura, imbricándose con lo ensayístico e incluso con lo ficcional.
En un pasaje brillante del filme, Wenders centra su mirada en una obra de Kiefer que perfila un universo oscuro, atormentado. En el centro de un paisaje nevado, surge la figura de una persona ahorcada. A esta sórdida composición le siguen unas imágenes de archivo que remiten a la Alemania devastada por los bombardeos del final de la Segunda Guerra Mundial. Y, finalmente, sin mayor engarce que la magia del montaje cinematográfico, aparece en pantalla un niño –Anton Wenders, sobrino nieto del director– que interpreta la infancia de Kiefer; en concreto, una escena en la que el pequeño aprendiz de artista dibuja un “cuarto para los niños malos”.
El súbito tránsito entre diferentes registros –de la filmación al archivo, del testimonio a la recreación– aviva la fuerza memorística de Anselm, una película que, tocada por el espíritu de la modernidad fílmica, trae a la memoria El silencio antes de Bach (2007), en la que Pere Portabella diseccionó el arte y la vida del maestro de la música barroca.
Una curiosidad insaciable
Impregnada de una curiosidad insaciable, Anselm no deja de sumar nuevas capas a su retrato artístico. Ahí están los legados del poeta rumano Paul Celan, del filósofo alemán Martin Heidegger y de la autora austriaca Ingeborg Bachmann, cuya influencia en Kiefer se explora a través de grabaciones en las que los autores recitan sus obras con pausa y elegancia.
Se diría que Wenders sigue sumido en el influjo meditativo de la notable Perfect Days (2023), aunque en este documental también hay lugar para la polémica, que aflora cuando Wenders recupera una antigua entrevista televisiva en la que Kiefer renegaba del calificativo de antifascista: “Sería un insulto para los antifascistas de aquella época (la Alemania nazi)”.
A la postre, lo que permanece vivo en el retrato de Wenders es el enigma de Kiefer, que en los últimos pasajes del filme recorre los escenarios de su taller-museo de Barjac, en Francia, como si se tratara de una figura salida de una película de Tarkovski, capaz de atravesar los límites de la realidad, la imaginación y la Historia.
Anselm
Dirección y guion: Wim Wenders.
Año: 2023.
Estreno: 13 de septiembre