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Sergio (Mario Casas) es un hincha de el Espanyol que viaja a Utrecht para ver a su equipo. El viaje, sin embargo, se convertirá en estancia toda vez que le dé un ataque de pánico y finja haber perdido su cartera, lo que le obliga a separarse de la expedición y quedarse en tierras holandesas.

A partir de esa premisa, el hasta ahora colaborador habitual de Neus Ballús, que aquí ejerce como montadora, y coach de actores Gerard Oms, firma una pequeña odisea sobre el autoconocimiento que aborda cuestiones más evidentes como la emigración y el desarraigo y otras menos obvias, pero igualmente sustanciales, como el descubrimiento de la propia identidad, la negación de la sexualidad, la pervivencia de un racismo atávico o la naturalización de las dinámicas impuestas por el turbocapitalismo.

No es casual que la película, Muy lejos (Molt lluny), se enmarque durante la crisis de 2008, un apunte que aparece como una nota al pie en un diálogo puntual y que posee mayor peso del que parece.





Oms evita cargar las tintas y caer en una de esas lacras que tanto penalizan al cine de corte social y que pasa por acumular infortunios convirtiendo a los personajes en contenedores en los que acumular los siempre importantísimos temas a tratar, piensen, por ejemplo, en Techo y comida (Juan Miguel del Castillo, 2015) o la más reciente En los márgenes (Juan Diego Botto, 2022).

El hecho de que el director catalán juegue con la repetición y le imprima cierta morosidad al desarrollo de tareas cotidianas o que, pese a las dificultades, Sergio logre encontrar trabajos (precarios) con relativa facilidad o una casa, evita que la película se convierta en el álbum de cromos de la desgracia y gane, en virtud de esa sustracción, profundidad.

Pero más allá de la naturalidad con la que Oms aborda todas estas cuestiones a partir de la peripecia de Sergio, el factor diferencial de esta madura ópera prima lo encontramos en su afinado uso de la gramática cinematográfica para aislar a Sergio de su entorno y remarcar un desamparo que además de social, es interior. En ese sentido, el trabajo con el foco y la colocación del personaje en el encuadre es clave para descifrar ese tormento callado que asfixia al protagonista.



El empleo de tomas largas nos permite ver cómo un vasto catálogo de sensaciones que van de la ansiedad y el autoodio a la pena y la ternura pasando por el desconcierto, recorren el rostro de un espléndido Mario Casas. Eso es posible, también, porque Oms le brinda un contrapunto al que pone rostro el "roba escenas" David Verdaguer, un cínico encantador cuya construcción nos permite calibrar la complejidad de este sólido debut.

Hay algún pasaje ilustrativo de más -la arrendadora explicándole a Sergio qué supone ser inmigrante, algo que se palpa en cada plano del filme– y algún apresuramiento en el tramo final (el cierre que se le da al personaje de Verdaguer), pero son detalles menores que están muy lejos de lastrar un título que, quién sabe, quizá le dé la Biznaga de Oro al mejor actor a Mario Casas porque es su mejor actuación desde Grupo 7 (Alberto Rodríguez, 2012).

Gracia Querejeta adapta a Rosa Montero

Son, precisamente, los actores los que palían los numerosos defectos de La buena suerte, adaptación de la novela homónima de Rosa Montero que la doblemente vencedora en Málaga (2004 y 2013) Gracia Querejeta presentó a competición. Pablo (Hugo Silva) baja repentinamente de un tren y decide instalarse en un pueblo de mala muerte.

De un plumazo, abandona su trabajo y su vida anterior dispuesto a escribirse una nueva biografía más humilde, más tranquila, seguramente mejor. En ella tendrá cabida Raluca (Megan Montaner), además de otros muy particulares especímenes de la fauna local en la se que integran su anciano vecino Felipe (Miguel Rellán), un sargento de la Guardia Civil y una empleada de banco, entre otros.

Hugo Silva y Megan Montaner en un fotograma de la película 'La buena suerte', dirigida por Gracia Querejeta

Esa decisión tan apresurada esconde una huida hacia adelante que pretende aparcar un pasado convulso, como si la memoria fuese un parking subterráneo en el que uno puede dejar olvidados los recuerdos como si fuesen un Seat Panda.

Esa premisa, tantas y tantas veces vista en el cine, carece de entidad alguna porque cuando el verdadero conflicto en forma de un hijo díscolo emerge, lo hace con las formas de un thriller compuesto de retales, con imágenes que parecen salidas de un almacén de saldos y un despliegue policial más propio de Los hombres de Paco que de una película que, además, se toma muy en serio los temas que aborda, de la culpa a la depresión pasando por la paternidad desatendida.

Digamos, para no incurrir en destripes, que lo de hijo díscolo es un eufemismo y que el adolescente que lleva a Pablo por la calle de la amargura es una mezcla entre Caín y el Chapo Guzmán.

Tampoco ayudan ni los relamidos apuntes en off del protagonista, ni el insistente uso de la música compuesta por Vanessa Garde, ni la imposible mezcla de tonos. Si La buena suerte se sostiene es gracias a la química entre Hugo Silva y Megan Montaner, a algunos golpes cómicos cortesía de Chani Martín y, sobre todo, a las apariciones de Miguel Rellán quien se apoderá que cada plano que toca.

Nunca fui a Disney: el primer desamor

El debut de Matilde Tute Vissani es un coming of age luminoso cuyo brillo no procede de su ambientación, pues el periodo vacacional en el que se sitúa la historia se aleja de cualquier idea preconcebida que podamos tener del verano, al menos desde un óptica paisajística, postal.

Estamos en un pueblo costero que no es especialmente hermoso ni apacible. Hay tranquilidad y un sinfín de oportunidades para los ociosos, pero la exposición de una delicada situación familiar y las secuelas de esa Argentina en crisis permanente que se aprecia en determinados detalles, no invitan a la calma.

Ese es el contexto en el que trata de desenvolverse Lucía (Lucía Martínez Lag), con la adolescencia trepándole por el interior de su cuerpo de once años, mientras ve cómo su padre se excusa en el trabajo para no presentare en la casa de verano y en ella se despierta un repentino interés por el mayor de los hijos de su vecina.

Todo se antoja natural en esta historia mínima plagada de pequeñas revelaciones y aprendizajes tan sencillos como necesarios que se dan en ese tránsito que media entre jugar con muñecas y experimentar la primera punzada del desamor.

Partidos de fútbol en la playa, escapadas a locales atestados de máquinas recreativas, los primeros cigarrillos y tiernos duelos de eructos salpican esta película delicada, pequeña y de una hermosura humilde que vacía de gravedad y a tiempo ese conflicto materno-filial tan propio de la adolescencia, salvándolo con la mejor secuencia del filme, un baile a tres bajo el diluvio.

Tampoco profundiza en los posibles intereses sexuales de una madre en crisis, pues no pierde de vista que esta es la historia de Lucía a la que, perdonen el juego de palabras, le presta su luz una cautivadora Martínez Lag.