Besos al aire (Aitor Gabilondo & Darío Madrona, 2021) es la primera producción española estrenada por Disney +, un puzle narrativo que curiosea entre una madeja de relaciones -a cada cual más diversa- que nacen, se destruyen o se consolidan en pleno apogeo de la pandemia coronavírica. El romance incipiente entre Javi (Paco León), un enfermero voluntarioso y rebosante de optimismo, y la doctora Cabanas (Leonor Watling), con su porte circunspecto y su rectitud profesional, es el paso a nivel por el que cruzarán el resto de historias, de una u otra manera vinculadas a esta trama matriz. El guion de Darío Madrona (Élite, Víctor Ros) traza un repaso por los tópicos pandémicos aprovechando los variopintos conflictos que experimentan sus personajes y lo hace recurriendo a dos modelos autorales procedentes del mundo anglosajón, quién sabe si asumiendo que esta producción de Mediaset iba a terminar exhibiéndose en una plataforma de alcance planetario y encontrándose con espectadores más habituados a frecuentar títulos como Notting Hill (Roger Michell, 1998) o Tienes un e-mail (Nora Ephron, 1998) que, pongamos por caso, las comedias de Fernando Colomo.
En ese sentido, Besos al aire es una comedia romántica cristalina, que voltea las cartas hacia arriba desde su primera secuencia y que viene a endulzar con almíbar una actualidad alanceada por la muerte y la soledad. Asume su cursilería, no reniega de su condición de feel good movie -miniserie, en este caso- y desnuda sin rubor, sinceramente, sus referentes, que no son otros que Richard Curtis y Nora Ephron. Los diálogos de Algo para recordar (Nora Ephron, 1993) le valdrán a Javier para dar ánimo a sus pacientes, casi como una versión rebajada de Patch Adams (Tom Shadyac, 1998), pero también definen las estrategias dramáticas que Madrona va urdiendo para que las piezas terminen casando dentro de una estructura coral deudora de Love Actually (Richard Curtis, 2003). Los homenajes a estos dos guionistas/directores cuyas carreras se han forjado, respectivamente, a un mar y un océano de distancia -y que fructifican al color de tradiciones muy determinadas- no impiden que la teleficción que Disney estrenó a través de Star el pasado viernes 26 se pegue a los tropos españoles - baste ver el deje picaresco que posee el personaje interpretado por David Castillo, un joven sin oficio ni beneficio que se busca un perro para poder pasearlo durante el toque de queda y así poder seguir haciendo sus trapicheos. Hay, pues, una fusión entre idiosincrasias locales y unos esquemas narrativos foráneos (y dominantes en lo que a ficción audiovisual se refiere) que invitan a pensar que se ha tratado de asegurar la mejor recepción internacional posible en lo que supone el debut español en el seno de uno de los gigantes del streaming.
El mismo día y también con Leonor Watling como protagonista, Amazon Prime Video lanzó La templanza, miniserie de diez episodios basada en la novela de María Dueñas, proyecto impulsado inicialmente por Atresmedia y Boomerang TV que ha terminado recalando en el catálogo del servicio de video on demand de la compañía de Jeff Bezos. La adaptación ha corrido a cargo de Susana López Rubio, que ya hizo lo propio con El tiempo entre costuras (2013-2014) para Antena 3, y Javier Holgado, y también contiene esa mixtura de referentes nacionales y anglosajones presente en Besos al aire, si bien aquí la influencia llega por otras vías. Este drama romántico ambientado en la segunda mitad del siglo XIX que viaja de Jérez a México, Londres y Cuba, se beneficia de la menor duración de sus episodios -de una media de 50 minutos por los 70 que alcanzaban los de El tiempo entre costuras- y de unos estándares de producción difícilmente asequibles para una cadena generalista: el mejor ejemplo lo encontrarán en la iluminación en interiores, obra del director de fotografía Bernat Bosch y de gaffers, eléctricos y técnicos de luces como Xavier Sarasa, Chisko Blanko, Isaac Martínez o Ioseba Larumbe, una cuidadísima labor que reproduce los ambientes de un periodo en el que la electricidad aun no había llegado a las casas.
La serie no renuncia al requiebro folletinesco y, de hecho, funciona como híbrido entre period drama y soap opera de relumbrón, valgan estos anglicismos para introducir el objeto que La Templanza parece adorar, que no es otro que Downton Abbey (Julian Fellowes, 2010-2015). En un relato que modifica el corpus de la novela para equilibrar los puntos de vista de Mauro Larrea (Rafael Novoa) y Soledad Montalvo (Leonor Watling), la mirada al exterior no procede tanto de la escritura de López Rubio y Holgado, sino de una realización preciosista que se recrea en la monumentalidad de determinados edificios, como sucedía con la mansión de los Grantham, y de la música de Iván Palomares que acompaña constantemente a la narración muy en la línea de la compuesta por John Lunn para la teleficción británica, por no hablar de la puntual vinculación de determinados hechos históricos con las derivas a las que se ven abocados los personajes (más acusada en el caso de Fellowes, más tangencial aunque igualmente determinante en La Templanza). Los pasajes londinenses, el exquisito diseño de producción -en general, todo el envoltorio de la serie- y el refinamiento compositivo de algunas secuencias (el tan virtuoso como ostensible plano secuencia situado al final del primer episodio en el que se condensan veinte años), remiten a Downton Abbey, por más que los diálogos no alcancen la brillantez de la teleserie británica ni aquí se mantenga la constancia rítmica de aquella.
No siempre se trata, sin embargo, de importar patrones llegados de ultramar para poder internacionalizar nuestras ficciones sin renunciar a aportar cierto color local (toda la parte jerezana de La Templanza, por ejemplo). A veces también se adoptan modelos procedentes de otros países de probado éxito entre nuestra audiencia para reconquistar la cuota de mercado nacional, un fenómeno nada nuevo. Es el caso de Alba (Carlos Martín & Ignasi Rubio, 2021), la nueva producción de Atresmedia que se estrenó el pasado domingo 28 de marzo y que replica el ya bautizado como formato Fatmagul (Ece Yörenç & Melek Gençoglu, 2010-2012). El ‘culebrón’ turco de 80 episodios, que en España ha sido la serie más vista del canal Nova, perteneciente al grupo Atresmedia, con 744.000 espectadores de media, se transforma ahora en una historia de violación situada en la comarca valenciana de la Marina Baixa. Carlos Martín e Ignasi Rubio aproximan la trama principal a la actualidad nacional -ahí están los ecos al caso de ‘La manada’- y la trufan de elementos reconocibles por parte del público español, desde las localizaciones asociadas a cuestiones como la especulación urbanística y la corrupción (imposible no pensar en Crematorio), hasta el rejuvenecimiento de un elenco actoral que quiere aprovechar, por una parte, el tirón de Elena Rivera, en un papel muy diferente al de Inés del alma mía (Paco Mateo, 2020), y por otra, el éxito de ficciones adolescentes como Élite (Darío Madrona & Carlos Montero, 2018-?) como revela la aparición de Álvaro Rico, o incluso como Normal People (Alice Birch & Sally Rooney, 2020), a cuya pareja protagonista recuerda, al menos en lo físico, la que aquí forman Rivera y Eric Masip.
En definitiva, tres estrenos en los que referentes procedentes de otras latitudes se funden con el contexto y/o los modos (ficcionales) españoles bien para conquistar a un público planetario, bien para comprobar si los santos de fuera obran el milagro entre nuestra audiencia, una estrategia, por otra parte, tan vieja como Hospital Central (Santos Mercero, Jorge Díaz & Moisés Gómez Ramos, 2000-2012), R.I.S. Científica (VV.AA., 2007) o Acusados (Darío Madrona & Xosé Morais, 2009-2010) que habrá que ver si sigue dando réditos.