Los de su gremio hablan de Julieta Serrano como los aficionados taurinos lo hacen de las grandes figuras: “De siempre ha sido una actriz muy especial, a la que vamos a ver para presenciar sus momentos de inspiración. Entonces parece que entra en éxtasis, como si estuviera transida de gozo, y alcanza un halo maravilloso”, recuerda su amigo el actor Fernando Chinarro. Con más de 50 años sobre los escenarios y más de un centenar de obras en las que ha colaborado, son muchos los “momentos de éxtasis” que la actriz ha ofrecido y sigue ofreciendo. El cine, sin embargo, le ha sido más hostil: “Después del éxito de la película de Armiñán, Mi querida señorita, me auguraron un carrerón, pero yo creo que no volví hasta que me llamó Almodóvar”, comenta.
Julieta da cuenta de su vida siguiendo el hilo de los personajes que ha interpretado: Comenzó siendo la niña de La rosa tatuada, obra con la que Miguel Narros la presentó por primera vez en Madrid, en 1959. Luego fue Stella en Un tranvía llamado deseo, y, finalmente, acabó siendo la madre en La gata sobre el tejado de cinz, por poner obras de uno de sus autores favoritos, Tenesse Williams. Otro ejemplo son las tres producciones distintas de La casa de Bernarda Alba en las que ha intervernido haciendo de la joven Adela, la celosa Martirio y, finalmente, la vieja criada Poncia.
Hoy se queja de que apenas hay papeles para actrices mayores, pero ella sigue en cartel: estrena con Héctor Alterio (con el que ya compartió película en Un poco de chocolate) La sonrisa etrusca, adaptación de la novela homónima de Jose Luis Sampedro: “Mi personaje es como el de un hada madrina, o al menos eso es lo que me dice José Carlos Plaza. Soy una mujer mayor a la que Héctor, que hace el papel protagonista, conoce por casualidad y con la que entabla una relación, primero de amistad, y luego de amor y comprensión. Una mujer sencilla que ha aceptado su vida y ha alcanzado una serenidad. Por el contrario, Héctor es un hombre tosco y bruto. Ella ha comprendido que la vida es luz y sombra, que ‘alegría y dolor forman fino tejido del cual va haciendo el alma su túnica inmortal', como dice el poeta Blake en El tiempo y los Consway'”. Añade la actriz que lo bonito de la obra es que es una especie de fábula, en la que el protagonista se va abriendo a los sentimientos. “El es un hombre agarrado a las tradiciones que, procedente de un mundo rural, se enfrenta al mundo de hoy y vive un choque abrupto. A través de su nieto y del personaje que yo interpreto, se abre a la ternura”.
Adiós a Chejov
-¿Cómo se envejece desde los escenarios?
-Es una cosa bastante natural y el río de la vida te lleva. Alguna vez me ha sorprendido, hubo un tiempo en el que solo me ofrecían papeles de mala, cuando yo he sido la ingenua del teatro español, la más inocente, la más heroína. Yo no sé qué pasa pero cuando te haces mayor parece que te vuelves mala.
-Ahora es una vieja buena.
-Sí, ahora deseo que me vean de vieja, de bisabuela, de lo que sea, no tengo la necesidad de retirarme, sólo el deterioro físico y la falta de memoria te avisan.
-¿No se ha quedado con las ganas de hacer algún personaje?
-Sí, ya no podré hacer a Chejov, que es mi autor preferido.
-Podría con la Ranévskaia de El jardín de los cerezos.
- Ya no tengo edad, Ranévskaia es una mujer que lleva una vida mundana, todavía despierta deseos voluptuosos.
El teatro como terapia
-¿Usted ha sido una actriz autodidacta?
- Totalmente, comencé haciendo teatro de aficionados en Barcelona, con mi padre, a los trece años. Mi padre era un actor frustrado, porque mis abuelos habían sido actores, tenían una compañía de zarzuela, pero no quisieron que mi padre se dedicara a esto, y se hizo administrativo. Pero en mi casa había un amor tremendo por el teatro, les gustaba muchísimo, y teníamos libretos de zarzuela y un baúl maravilloso lleno de trajes.
-Entonces, cuando quiso dedicarse al teatro, ¿tuvo el apoyo de su familia?
-Sí, pero mi padre me avisó, me dijo que no me convenía por mi carácter, me lo dijo para protegerme. Era una niña muy tímida, no hablaba, para mí el teatro ha sido una terapia. Era muy miedosa, vulnerable. Recuerdo todavía una frase que mi padre decía cuando volvía de trabajar: “Dicen que va a haber otra depuración”. Se me ponía la carne de gallina.
-¿Cómo recuerda su niñez?
-Mi padre fue a la guerra el último año, cuando llamaron a la “Quinta del biberón”. Entonces mi madre nos cogió a mi hermano y a mi y fuimos a Valencia, con sus hermanas, todas de pueblo. Una de ellas nos acogió mientras mi padre estaba en el frente. Recuerdo esa parte de la guerra como un paraíso, porque vivía en la huerta, con mis primos, me sentía libre. Cuando mi madre recibía carta de mi padre, nos llevaba al cine a Valencia.
-¿Cómo dejó su trabajo de dibujante en un taller de esmaltes en Barcelona y se vino a actuar a Madrid?
-Es una historia muy larga. Yo conocí a Miguel Narros en Barcelona. Él había estudiado en París y en Italia y quería crear el Pequeño Teatro, al estilo del Piccolo, pero no había ayudas de ningún tipo. Todas las compañías que actuaban en Barcelona venían de Madrid, estaba todo muy centralizado. Entonces vino la compañía de María Jesús Valdés, que dirigía José Luis Alonso y en la que estaba Agustín González y Maria Luisa Ponte, y buscaban a una damita joven para una obra. Yo ensayaba con Miguel en mis ratos libres, cuando no tenía que trabajar, y vino al ensayo José Luis Alonso. Recuerdo que cuando me llamó para hacerme la prueba, les pidió a sus actores que fueran a verla porque les había dicho que yo no era profesional. Al acabar, oigo a la Ponte desde el fondo del teatro que me dice: ‘Y tu niña, ¿por qué no te ganas la vida con esto?'
Arrabal y Genet
-Y viene a Madrid, y entra en la compañía de Tamayo.
-Miguel me llamó para hacer La rosa tatuada en Madrid. Fue cuando me lié la manta a la cabeza. A partir de entonces entré en la compañía de Tamayo, que dirigía el Español, pero José Luis Alonso trabajaba para él, dirigía los espectáculos que iban de gira. Era un director joven, que despuntaba. Había estudiado en Francia. Así que pasé por las manos de José Luis y de Miguel, a quienes considero mis padrinos en Madrid. Y luego con Tamayo, claro.
- ¿Cuál ha sido la obra más trascendental que ha hecho?
-He hecho tantas... Tengo mucho cariño, evidentemente, por todo lo que hice con Miguel, que me enseñó a amar el teatro barroco, que a mí me parecía un ladrillo, porque mi incultura es notable. Cuando él dirigió el Español seguí haciendo a los clásicos. Pero, claro, Las criadas fue especial.
-¿Qué ocurrió?
-Pasó de todo, la prohibieron, vinieron los grises, clausuraron el teatro Reina Victoria por orden gubernativa. Hacíamos un programa doble. Nuria hacía una función de Arrabal, Los dos verdugos, y luego, Las criadas, porque en aquella época hacer una obra que solo duraba una hora y media parecía que no, no ...vamos, que había que hacer descanso para que la gente consumiera en el bar.
-¿Y qué había de censurable en Las criadas?
-En realidad, lo que forzó a prohibir la obra fue la de Arrabal, Nuria había presentado cinco obras a la censura y solo pasó la de Arrabal, que duraba 20 minutos. Pero luego vinieron los censores a los ensayos generales y no les gustó el decorado que había hecho Víctor García, con un tanque de fondo. Les asustó muchísimo. La pobre Nuria y Armando consiguieron que les dieran permiso para hacer Las criadas en el Poliorama de Barcelona, donde sustituimos a Marsillach y su Marat-Sade, al que Peter Weiss retiró el permiso por el estado de excepción. Más tarde nos invitaron al Festival de Teatro de Belgrado y ganamos el primer premio. Y volvimos a Madrid, al Fígaro. Recuerdo que fue un estreno espectacular.
-Después de tantos estrenos ¿cómo los vive?
-El público de los estrenos es muy duro y cada vez lo va siendo más, hay mucha tensión. O quizá es que yo he ido cogiendo más responsabilidad. A los estrenos vienen sobre todo profesionales y te sientes muy juzgada. Los estrenos, generalmente, no salen bien. Yo, por ejemplo, ya he decidido que soy lo suficientemente mayor para no ir. La frialdad o el calor del público se nota siempre. En la jerga que usamos, antes se decía “es que están pintados”.
-¿Es una actriz de método?
-Cuando empiezo una función, creo que la empiezo desde cero: que no sé nada, que todos los demás lo hacen mejor que yo. Quizá suene a falsa humildad, pero soy muy lenta, a veces me parece que no tengo recursos, técnica y claro... los directores no se lo creen. Pero es así, por mi carácter, porque soy una persona insegura, muy vulnerable.