Sin meternos en el lío de definir "generación", es útil agrupar a los compositores españoles vivos en tres montones, según la época en que se dieron a conocer: los del tardofranquismo (la llamada Generación del 51 y adláteres: De Pablo, Halffter, García Abril, Guinjoan, Marco...), los del fin de siglo (Sotelo, Verdú, Fernández Guerra, López López, Panisello, Rueda, Torres, Del Puerto...) y los de ahora, los del XXI. Como hizo en su día con el segundo, El Cultural prueba hoy a retratar al tercer montón. La disculpa por los nombres que se nos habrán escurrido entre los dedos por descuido o por error de juicio es tan obvia que no vale la pena insistir en ella. Algunos no están porque tienen ya buena carrera (Hèctor Parra, Elena Mendoza...) y hemos preferido destacar a los nuevos.



¿Cómo viene esta nueva hornada? Para empezar, numerosa. En la orla sólo cabían diez, pero hay más: Alberto Carretero, Marc García, Germán Alonso, Eneko Vadillo, Iluminada Pérez Frutos, Alberto Bernal, Fernando Villanueva, Teresa Carrasco, Iñaki Estrada, Oriol Saladrigues, Fernando Buide, Agustín Castilla-Ávila... Todos éstos y seguro que otros tantos. Como la de sus padres y sus abuelos, ésta es una generación viajada y homologada con el marchamo europeo (a veces americano) de calidad, sólo que no ha tenido que luchar tanto. A la Roma de las bulas de contemporaneidad, los del 51 llegaron en plan pionero, con gorro de Daniel Boone; los finiseculares, en caravana de carretas; y los de ahora, en easyjet, como si tal cosa. También lo están teniendo más fácil aquí, en una España en crisis, sí, pero plagada de auditorios, orquestas, ensembles, óperas y consejerías de cultura y donde los estrenos triunfan a menudo a teatro lleno. Nada es nunca suficiente, pero hablo en comparación: nuestras 30 orquestas de hoy frente a las 3 de hace 30 años, y así.



Pero todo eso cuenta poco. La principal diferencia de esta generación con las anteriores es que ésta ha nacido libre. El éxito de los del 51 (como sus colegas europeos) en su misión de hacerse modernos fue literalmente aplastante. Sus discípulos aún están tratando de quitarse de encima la losa, cada uno la suya, la que le fascinó de joven, llámese Boulez, De Pablo, Lachenmann, Guerrero o Ligeti. Los nuevos no arrastran estos complejos. Han aprendido de maestros (Verdú, Rihm, Posadas, Torres...), no de héroes. No son hijos de dios, lo que facilita mucho la tarea. Los nuevos se pueden ocupar desde el primer día, sin distracciones, de los retos que importan. Pueden decidir si van a componer para el oído de supermán o para el mío, tan escaso de memoria y tan limitadito en general. O si van a crear obras de arte, pensadas para existir y ser percibidas, o ideas de arte, pensadas para ser pensadas. Y sobre todo, tienen toda la libertad del mundo para decidir si persiguen estos retos o lo que a ellos les dé la gana. En comparación con sus antecesores, estos jóvenes músicos no tienen nada delante de sí. ¡Qué maravilla! ¡Y qué horror!