Las bodas de Fígaro de Claus Guth abrieron el festival. Foto: Monika Rittershaus

El maestro alemán cambia Bayreuth por Salzburgo para el estreno de una imaginativa producción de La mujer sin sombra de Richard Strauss a cargo de Christof Loy. Le acompaña en el foso la Filarmónica de Viena.

  • Canal Spotify de El Cultural: escuche la música de este artículo


  • El Festival de Salzburgo es una de las citas obligadas de los más conspicuos y adinerados aficionados. Un año más, el plantel de intérpretes y su programación general son de categoría. La figura de Mahler es, en esta edición, la más celebrada. Pero la ópera sigue siendo una de las grandes bazas de la muestra, que tiene en las representaciones de La mujer sin sombra de Richard Strauss una de sus verdaderas cimas líricas. Hay base para afirmarlo pues este título capital del siglo XX viene avalado, para el estreno de esta tarde, por una serie de artistas del más alto nivel. El foso está en las manos de Christian Thielemann, que este verano no tiene tajo en Bayreuth. La autoridad que hasta hoy ha mostrado el maestro para abordar las obras más dificultosas del compositor bávaro y de su antecesor, el otro gran Richard, Wagner, está fuera de toda duda gracias a una batuta segura, firme y en permanente tensión, que guarda lo mejor de la tradición.



    La escena está encomendada a Christof Loy, uno de los registas más imaginativos, intelectuales, sintéticos y discutidos de la actualidad. Explica Loy que el personaje esencial de la obra es la Emperatriz, "quien inicialmente actúa como un niño, recogiendo impresiones, y más tarde, cuando siente que se espera de ella que tome decisiones, llega a ser casi una figura de Cristo femenino. El problema es encontrar el contexto en el que el personaje pueda ser entendido por una audiencia moderna".



    Guiño historicista

    En la puesta en escena hay algunas alusiones a la histórica representación del invierno de 1955, durante la reinauguración de la Staatsoper vienesa tras la contienda mundial. Entonces Karl Böhm reunió para la ocasión a un espléndido y sacrificado reparto, encabezado por la Emperatriz de Leonie Rysanek.



    Un buen equipo de cantantes, aunque sin la calidad de los de aquellas funciones, aborda las representaciones salzburguesas. La Emperatriz es la excelente Anne Schwanewilms, que ha dado en España más de una vez prueba de su buen arte straussiano. El Emperador es el más bien espeso Stephen Gould, el Ama la sólida Michaela Schuster, Barak el competente Wolfgang Koch y su mujer -la dueña de la ansiada sombra- la dramática Evelyn Herlitzius. Hay un buen plantel de secundarios. Y, sosteniéndolo todo, la Filarmónica de Viena, una garantía para que pueda ponerse en evidencia la maravillosa partitura, cuya base es tonal, pero que se entremezcla con excursiones a lo atonal y politonal.



    Cámara sinfónica

    Música contrastada, iridiscente, que combina los pasajes camerísticos con los sinfónicos masivos, en los que interviene una gigantesca orquesta de 120 músicos. Strauss consiguió, en el desarrollo de un continuo recitativo melódico, pintar y dar ambiente a un asunto alambicado y cargado de simbolismos que tiene lugar en un innominado país (las Islas del lejano oriente), un poco a la manera de La flauta mágica de Mozart o de Las mil y una noches.



    La ópera se centra, en sus tres actos y diversos cuadros, en la búsqueda contrarreloj de la sombra de la Emperatriz. Ella y su nodriza viajan a la tierra para localizar a alguien que se desprenda de su sombra, que es el símbolo de la fertilidad y al tiempo el emblema del alma, de la personalidad, de la conciencia, del yo más profundo. Se cuentan las peripecias que han de pasar para que la mujer del miserable tintorero Barak les ceda el precioso bien. Al final, la Emperatriz es sometida a juicio: ha renunciado a la sombra de la tintorera para no privarla de una posible futura descendencia; se sacrifica a pesar de que ello suponga que su marido, a quien ama profundamente, quede convertido en piedra.



    Todo se arregla por último, y la bondad y el desprendimiento triunfan. El cierre de la ópera es espectacular: un jubiloso cuarteto con la pareja real y la de los tintoreros a los que se unen las voces de los nasciturus. Todo un caramelo para la inteligente batuta de Thielemann.