Image: Un publicista dirigirá la Bienal de Venecia

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Escenarios

Un publicista dirigirá la Bienal de Venecia

Rigola despide una edición muy experimental, que revela la división actual del teatro entre performers y dramaturgos

17 octubre, 2011 02:00

Escena del pecado representado por Ostermeier

El Festival de Teatro de la Bienal de Venecia se despidió el domingo entre los rumores que han generado el cese de su actual presidente, Paolo Baratta, quien será relevado por Giulio Malgara, publicista de 72 años, con gran experiencia en marketing televisivo (es artífice de Auditel, el sistema de medición de audiencias) y diputado por el PDL. Íntimo amigo de Berlusconi, Baratta llega en un momento en el que la cultura ha sido descartada por los poderes políticos como un bien que deba ser sostenido por el Estado y, por el contrario, sí por marcas y patrocinadores capaces de financiar la amplia programación de cine, arte, teatro, danza y música que organiza la cita veneciana.

Este año la Bienal de Teatro ha tenido un marcado acento español pero también experimental. Dirigida por Àlex Rigola, la programación ha roto esquemas tradicionales. Rigola se propuso convertir Venecia, durante la semana del 10 al 16, en un laboratorio escénico dirigido por los "científicos" teatrales de renombre europeo -Romeo Castelucci, Thomas Ostermaier, Calixto Bieito, Jan Fabre, Jan Lawers, Rodrigo García y Ricardo Bartís, éste último argentino- y en los que han participado un número reducido de actores y cantantes. Al mismo tiempo, se han exhibido algunos de los espectáculos más célebres de estos directores.

El domingo hubo ocasión de ver cómo han trabajado juntos actores y maestros. Se les propuso a cada equipo hablar de un pecado que consideraran contemporáneo. El resultado fue Sette Peccati, siete fragmentos de quince minutos, que fueron representados de continuo, siguiendo un itinerario por algunos de los edificios más hermosos de Venecia. La belleza de la ciudad es tan brutal que desenmascara sin dilación las trampas que a menudo ofrece el arte contemporáneo.

Sette peccati, performers frente a dramaturgos
Sette Pecatiarrancó con Castellucci, en un lujosísimo salón de La Fenice, inundado de una luz roja, demoníaca, que aún lo hacía más bello si cabe. Su pecado era el voyeurismo, pero nos presentó una exhibición de actores que uno por uno imitaban casos reales de personas poseídas, víctimas de xenoglosia o que mantenían contactos con espíritus, y que se despedían con un guiño cómplice al público. No acierto a ver la relación, si no es otra que el morbo, entre su fragmento escénico y el pecado de mirar. Bieito mostró un trabajo de factura más tosca. Reunió a los suyos y los puso a cantar y a actuar, parecían pasarlo bien para hablar de la envidia. Pero se le fue la mano con las mezclas: tema de Kurti Weill con otro de Antonio Machín, por no hablar de una violación y una cantante comiéndose lujuriosa y literalmente el micrófono.

Pasamos a otro edificio, al aula magna del Ateneo Veneto, para ver lo ideado por Jan Fabre. De los muros de la sala cuelgan pinturas que representaban el apresamiento de Jesucristo. Fabre se despacha exorcizando sus demonios más íntimos. The holy ganster, (el gánster sagrado) es su pecado, y nos muestra a cinco parejas de actores con los papeles cambiados: los chicos vestidos de mujeres vulgares y pintarrajeadas, ellas ataviadas con trajes de caballero y en el papel de matones. Representan escenas de sexo, dominación, sodomía, violencia, con frases sueltas, alguna ingeniosa.

Fue, sin embargo, Bartís quien comenzó a alegrar la mañana. Escogió el marco de la Biblioteca del Ateneo para hablar de burocracia, en su opinión el mal de nuestros días. Composición irónica en tres lenguas, "argentinada" divertida sobre un grupo de funcionarios encargados de vigilar la conservación de la cultura. Con él llegó el teatro clásico, el teatro como representación de la realidad. Porque lo revelador de esta Bienal ha sido precisamente las dos formas de teatro que hoy coexisten y enfrentan a sus creadores: el de los que defienden el teatro como artificio que imagina o representa la realidad (Bartís, Bieito, Ostermaier) y el teatro llamado posdramático, que ha roto con el drama, con la ficción, en el que el artista es su propio argumento (Lawers, Fabre, Ricardo García).

Lawers y su compañía Needcompany se sitúa en este último grupo y su performance, The Slow Lie fue formalmente bonita, simpática, aunque su tema, la indiferencia, pareció más propio de la acción desarrollada por Rodrigo García, un ejercio irritante, aburrido, construido sobre un tema muy recurrente en él: Desconocer nuestra propia naturaleza. Su desaguisado fue compensado por Ostermeier, que optó por hablar de la pedofilia. Su puesta en escena fue un fragmento de Muerte en Venecia, que obligaba a los espectadores a verla a través de una pantalla. Había dispuesto entre ellos y la escena un barrera de palmeras y tras éstas las mesas de un restaurante: una con varias mujeres en la que está el joven Tasio, en otra, el protagonista, Gustav von Aschenbach, que supuestamente recita un fragmento de la obra de Mann. Un pianista canta un lieder y otro actor semiescondido es el que realmente lee el texto. Llega a su fin y todos se van del restaurante por una puerta que no es otra que la salida principal del Palacio que alberga el Istituto Veneto, puerta que da al Gran Canal de la ciudad. Magnífico final.