En Madrid conviven teatros nacionales, autonómicos y municipales, un modelo público que exige cambios. Hay mucho por hacer, empezando por una gestión más transparente, escribe el consultor Robert Muro.

Los teatros públicos son piezas clave del sistema teatral español y la responsabilidad cultural que la Constitución atribuye a las instituciones hace de ellos una herramienta privilegiada. En Madrid -tierra de "gatos"- hay diversos teatros públicos: nacionales (Centro Dramático Nacional, Zarzuela, Compañía Nacional de Teatro Clásico…), municipales (Español, Matadero, Fernán Gómez, Conde Duque...), y de la Comunidad (Teatros del Canal). Un conjunto heterogéneo para diagnosticar situaciones.



Así el María Guerrero y demás teatros nacionales tienen plantillas funcionariales desmesuradas, convenios laborales que dificultan el aprovechamiento racional de las producciones y sus giras; gestión ineficiente y carente de transparencia; personalismo en la dirección; dependencia de la financiación pública… Quienes designan a los directores les piden lealtad sin señalarles estrategia alguna. Claro que ése es un problema de los políticos. A Gerardo Vera no se le puede pedir cuentas por haber hecho lo que le ha gustado, nunca le pidieron otra cosa. Como a Mario Gas en el Español.



Las sucesivas administraciones madrileñas -municipales y regionales- han ido cedido la gestión diaria de los teatros a empresas, públicas o privadas (Macsa, Clece...), reduciendo la ineficiencia pero conservando en buena parte la falta de transparencia de una actividad pública. Además, los políticos nombran como directores a conocidos artistas de confianza como si ese bagaje bastara para gestionar bien.



En general, los teatros públicos siguen dependiendo de presupuestos públicos y la financiación privada no está entre sus urgencias; siguen centrados en las políticas de oferta y cerrados a generar políticas de demanda, es decir, de desarrollo de nuevos espectadores; siguen ensimismados y faltos de flexibilidad, cerrados a la modernidad, a la innovación. Males que reclaman cambios. Vamos con algunos.



En primer lugar, es imprescindible hacer transparente la elección de directores mediante concursos abiertos de candidatos que presenten programas de gestión y se comprometan luego a ejecutarlos. Sin criterios de lealtad y confianza. También hay que eliminar plantillas laborales rígidas donde sea necesario. La producción y la exhibición artística no deben someterse al modelo funcionarial. Los convenios deben revisarse para que no ahoguen la producción y las giras. Y eso no equivale a privatizar. Cuando nuestros políticos hablan de privatizar piensan exclusivamente en abaratar costes, no en gestión eficiente.



Por otro lado, los teatros públicos han de incrementar su autonomía financiera. El dinero público debe atender la promoción de la cultura, pero otros modelos, el inglés entre ellos, muestran que el teatro puede tener financiación privada sin que su función pública se altere. Los teatros públicos no deben competir en programación y estilo con los privados. Como referentes de la cultura de un país, deben acoger de oficio la experimentación y ser los guardianes de la innovación. También deben ser expresión de la mejor dramaturgia nacional y, al tiempo, buscar la proyección internacional de nuestros autores; solamente en segundo lugar deben atender a la dramaturgia universal.



Sí, los teatros públicos tienen ante sí enormes retos: modernizar su gestión, cambiar el modelo de directores estrella, articular una sana relación entre lo público y lo privado -no basada exclusivamente en costes y beneficios--. Y mucho más. Los políticos tienen otro reto no menor: definir la estrategia del teatro español en el marco de una política cultural al servicio de los ciudadanos. Y si es necesaria una Ley, hágase. Los momentos actuales piden cambios. En lontananza no vislumbro a políticos o partidos dispuestos a ponerle el cascabel a este hermoso minino.