Mike Love durante un momento del concierto. Foto: El Mundo

La reunión del grupo dejó a los 4.500 asistentes la sensación de haber vivido un momento histórico (que lo fue) en un espacio inmejorable

El viento favorable de unas horas antes del concierto meció desde el valle y hasta el pueblo de Hoyos del Espino la prueba de sonido de los Beach Boys. Entre los árboles, con los montes como amplificadores, se alzaban de vez en cuando las notas de algunas de las canciones más importantes de la historia del rock. El ambiente recordaba por momentos al de Taking Woodstock, la pequeña película en la que Ang Lee narraba cómo una localidad de economía rural asumía el evento musical que durante tres días de 1969 fue el centro del mundo. Mientras llegaban seguidores septuagenarios, scouts fugados de Moonrise Kingdom, familias, fans ataviados con el uniforme hawaiano y jóvenes urbanitas nacidos bastante después de que los de California cambiaran para siempre la música, los autóctonos se esmeraban en despachar viandas para el día en que los Beach Boys, leyenda pura, llevarían a su terreno municipal a 4.500 personas.



Algún hostelero se quejaba de que el grupo de este año era peor que el de otros, pasando por alto una crisis que también ha sentido el Festival Músicos en la Naturaleza, preciosa iniciativa, sin embargo, que no debería extinguirse como lo han hecho otras muchas, porque el lugar, en este caso, tiene tanta importancia como la propia música, digan lo que digan los ecologistas.



Tocaron Los Secretos (no llegamos) y al tanto cayó la noche. Y de pronto, sobre el escenario, fueron emergiendo los miembros fundadores, los supervivientes, de los Beach Boys. De frontman, un movido Mike Love con gorra de su grupo, ganas de hablar y manos que serpenteaban simulando el movimiento de una ola. A su lado, Al Jardine, en mejor forma que ninguno, le daba a la guitarra y muy bien a la voz. A David Marks y Bruce Johnston, este al teclado, también se les veía fuertes y, más aún, contentos. Y finalmente, a la izquierda, Brian Wilson. La silueta más esperada de la reunión (hacía 20 años que no cantaba junto a sus compañeros) fue casi eso, una silueta al piano, pero tenía que estar allí para el Do it again, tema con el que arrancaron esta gira del 50 aniversario, porque todo aquello era suyo.



Luego, disparo tras disparo, se produjo un regalo de concierto para un público que bailaba, cantaba y a veces lloraba. Lo hicieron muy bien, apoyados, eso sí, en una poderosa banda y en la excelsa acústica del lugar, pero incluso las 40 y muchas canciones que interpretaron supieron a poco. De Little Honda a Sufer Girl, de California Girls a When I Grow up (to be a Man). Y si Wilson no estaba por inspirarse al piano, una trinchera blanca tras la que ocultaba su evasión (Don't Worry, Baby), sí defendió con la voz algunos de sus clásicos. Incluso las versiones de California Dreamin' y Rock and Roll Music, entre otras, cuadraron y emocionaron. Aquello tenía que ser un viaje en el tiempo completo y fue aún mejor: un recuerdo de algo que nunca se ha vivido pero que siempre se ha deseado.





Recibir en mitad del campo, en el funesto 2012 y de un tirón, God Only Knows, Sloop John B y la terapia contra la tristeza que es Wouldn't it be Nice es difícil de olvidar. Bailar con sus creadores Barbara Ann y Surfin' U.S.A., también. Y decirles adiós -quizá para siempre, al menos sí de esta forma- en los bises al ritmo de Kokomo y Fun, Fun, Fun hizo que cundiera la certeza de que ninguno de los presentes se arrepentiría jamás de haberse acercado a verlos. En la memoria ya, el mito, su armonía y las estrellas.