Pierre Boulez. Foto: Philippe Gontier.
La Bienal de Venecia entrega mañana el León de Oro por toda su carrera al compositor y director francés Pierre Boulez, cuya treintena de obras son una cumbre del arte occidental pero también una "losa estética" sobre las espaldas de generaciones posteriores.
Pierre Boulez (Montbrison, 1925) es el ganador natural del León de Oro de la Bienal de Venecia porque, como decía Cela, aquí el que resiste gana, y Boulez es el único que queda vivo de los grandes leones de la modernidad musical. Murieron ya Iannis Xenakis, el griego partisano y arquitecto, y Karlheinz Stockhausen, el alemán iluminado, que habían sido sus compañeros de pupitre en la clase de análisis musical que daba Olivier Messiaen en el Conservatorio del París recién liberado. Con Xenakis rivalizó, hasta vencerlo por KO, en la lucha por controlar la política musical francesa. Con Stockhausen rivalizó (con resultado de tablas) por ocupar una parcela de primera fila en el olimpo de la composición. También ha ido perdiendo Boulez a sus rivales italianos: el gran Bruno Maderna, que deslumbró a cuantos le conocieron, y fue el primero en morirse (1973); el visionario Luigi Nono, que desplegó la música en el espacio, y el luminoso Luciano Berio, el más vivo de los compositores muertos. Han caído también dos de los tres leones que vinieron del frío: el húngaro-rumano-judío György Ligeti, el más listo de todos y, a fin de cuentas, el más músico, y el polaco Witold Lutoslawski, ordenador del desorden, inventor del azar controlado. El tercero de los que llegaron saltando el telón de acero es Penderecki, que también es un león, pero no de la modernidad, porque hace tiempo que saltó también esa barrera.
Boulez ha compuesto pocas obras, no llegan a treinta, casi todas obras maestras y casi todas works-in-progress sobre las que ha vuelto una y otra vez para presentarlas en diversos estados. Boulez dejó a todo el mundo orejiabierto muy pronto, con El martillo sin dueño (1953), una partitura llena de notas, incomprensiblemente difícil de tocar, pero de alguna manera vacía, porque el compositor le ha extraído adrede todo átomo de melodía, armonía o ritmo tradicionales. Serialismo integral, se llamó a esa técnica. El resultado es sobrecogedor. Es el travelling inicial de Alemania, año cero: nada, escombros. Pero la escombrera de Boulez es menos angustiosa que la de Rossellini, porque, ante la presión del vacío al que le somete esta música, el oído desarrolla sensibilidades nuevas -¡y vírgenes!- que acogen poéticas nuevas. La música de Boulez -las tres Sonatas para piano (1946, 1947, 1957), las Estructuras para dos pianos (1951, 1956), Plis selon plis (1957), Éclat (1964), Domaines (1968), ....explosante-fixe... (1972), Rituel (1974), Répons (1981)- es una cumbre del arte occidental, un estandarte de la modernidad y también una losa estética de muchas toneladas que ha mantenido encerrados en la cueva moderna a casi todos los compositores europeos de varias generaciones sucesivas. Pero eso no es culpa de Boulez, sino de los jóvenes cavernícolas, que se sienten a gusto ahí dentro. De una bastante más difícil salió con gracia Ulises.
Pierre Boulez no es solo un gran compositor. Pensador respetado, hombre clave de la política cultural francesa, para el gran público es, sobre todo, un director de orquesta innovador que dirige sin batuta, con las palmas extendidas y los dedos bien juntos (incluido el pulgar), cortando el aire en golpes de cuchillo tranquilos y exactos, y que produce versiones limpias y precisas. Su sobriedad perfecta puso en evidencia a quienes dirigen a base de caritas, bailes y golpes de melena. Hizo buena carrera: sucedió a Bernstein en la Filarmónica de Nueva York y a Sir Colin Davis en la BBC y dirigió en Bayreuth una Tetralogía muy comentada.