Rafael Spregelburd
Pregunta.- Adaptar una obra a un país en concreto siempre es un reto. ¿Cómo ha sido el trabajo con Amelia Ochandiano?
Respuesta.- Bueno, los autores vivos solemos ser un problema para los directores. Y mucho más cuando se trata de autores que montan sus propios textos. Supongo que yo tengo demasiada información y demasiados datos acerca de mi propia obra, pero no tengo una clave fundamental que Amelia sí debe tener: la de entender por qué y para qué esta obra en España. Es probable que haya más malentendidos que acuerdos, pero eso está contemplado en las generales de la ley. Arrancar una obra y transplantarla a otra cultura supone todo tipo de injertos para que la pieza sobreviva lozana y fresca.
P.- ¿Puede entenderse el personaje de Lucrecia sin su relación con los demás protagonistas de la obra?
R.- No suelo pensar en los personajes de manera aislada: todos son engranajes de una estructura, de una máquina biológica que es la obra. Lucrecia no existe fuera del mundo que Lúcido le propone, y es por eso que me cuesta mucho hablar de sus características si no es en relación a las características del lenguaje de la obra en general. Los cuatro -o cinco- personajes de la obra viven en la rara, angosta intermitencia entre la pesadilla y la vigilia, y Lucrecia no es la excepción. En la primera escena ya la vemos regresando al hogar materno para exigir que su hermano Lucas le devuelva el riñón que le donó cuando eran niños. Después de esto, sólo queda subir aún más la cuesta.
Escena de Lúcido
R.- Sí, puede ser. ¿Qué es el pasado? ¿Ocurrió realmente, o es una mera especulación del presente, que necesita desesperadamente de causas para entender sus propios efectos? Soy un curioso instigador de catástrofes: en mis obras la línea que une causa y efecto suele ser una curva de dudosa consistencia. Pero es posible que el pasado remoto, aquello que esta familia debió velar, por doloroso o por inescrutable, regresa tercamente en el final de la pieza, uno de mis finales más abismales y con menos concesiones.
P.- ¿Consideraría la familia como un grupo de desconocidos?
R.- O algo mucho peor: como conocidos que no han elegido vivir juntos, pero que no han tenido otra opción. Lo cierto es que las obras sobre familias disfuncionales han saturado -al menos en Buenos Aires- las páginas de la dramaturgia contemporánea, Esta obra es tal vez un intento de respuesta a esa tendencia que supone e impone que los autores "debemos hablar de lo cercano, de lo familiar, de lo conocido". Nada más extraño y más diabólico que lo conocido. Esta situación no es más que una excusa: creo que el fondo tragicómico de la obra radica en otra parte: en lo difícil que es determinar qué es la realidad.
P.- ¿Cómo ve el teatro español en estos momentos?
R.- Me cuesta hablar del tema, porque sospecho que conservo una postal vieja de la España previa a la crisis. Creo entender, no obstante, que España se ha ido "argentinizando". El término es contradictorio, pero implica algunas modificaciones que -creo yo- a la larga terminan siendo saludables: ante la crisis, muchas compañías han apostado por tomar espacios más independientes, en los que el público también ha decidido volcar su propia curiosidad; el recorte en los subsidios ha ido determinando lentamente que sólo sobrevivan los espectáculos basados en la furiosa pasión de sus hacedores, más que en cualquier otra moda o tendencia instituida. Los autores valiosísimos que antes eran un poco marginales y que trabajaban sobre el achicamiento de los recursos tecnológicos para devolverle al teatro una enorme riqueza en su capacidad imaginaria (Paco Zarzoso, Lluisa Cunillé y tantísimos otros) ahora aparecen equiparados -en condiciones de pobreza- con todos los otros medios de producción. Supongo que no es alentador que esto os los diga un argentino, pero al menos en nuestro país, las crisis han fortalecido al teatro de un modo que nadie hubiese podido imaginar.