El director británico Jonathan Nott. Foto: Paul Yates.
Una orquesta sinfónica de rancio abolengo, instalada en una tradición germana de pura cepa, y un director de las modernas generaciones, aunque ya cincuentón. Éste es el binomio: la muy alemana Sinfónica de Bamberg y el muy británico Jonathan Nott, que llevan juntos nada menos que doce años y que van continuar su idilio, de momento, hasta la temporada 2015-2016. La formación tuvo entre sus titulares más conspicuos al fogoso y contundente, arrebatado y comunicativo Joseph Keilberth y al sobrio, humanista y ultrarromántico Eugen Jochum, que dejaron su impronta en un conjunto que hoy ha alcanzado una nueva madurez tras una etapa gris en la que se situó en su podio el competente aunque no especialmente inspirado Horts Stein.
Tradicionalmente la orquesta se alimentaba de románticos y postrománticos alemanes, Bruckner en particular. Celibidache o Kempe habían contribuido a ello. El actual titular, sin abandonar la música del pío organista, ha hecho bandera de la de Mahler, hasta el punto de que ha creado un concurso con el nombre del compositor, que va por su cuarta edición. No es raro por tanto que en su salidas al mundo lleven como estandarte la música de ese compositor junto con la de su maestro de Asfelden, en alternancia con la de otros autores de la tradición teutona o austriaca y con la de un creador en el que Nott y sus instrumentistas han penetrado con escalpelo, descubriendo nuevas sonoridades y acentos: Stravinski. Basta escuchar su magnífica versión discográfica de La consagración de la primavera.
Visitan España estos intérpretes para actuar esta tarde en el Auditorio Nacional de Madrid, dentro del nuevo ciclo de La Filarmónica. En atriles el Concierto n° 5, 'Emperador' de Beethoven, con el impetuoso y seguro Alexei Volodin al piano, y la Sinfonía n° 5 del compositor bohemio.
Nott le tiene cogida la medida, como decimos, a la música mahleriana. Es un director de una rara exactitud, no reñida en este caso con la expresión calurosa. Posee una batuta elegante, de elásticos y armoniosos movimientos, que le sirve para trasladar a profesores y oyentes unas ideas muy válidas, nacidas de previos y severos análisis. Sólo así se explica que consiga, dentro de un discurso bien trabado, esas espejeantes, al tiempo que ácidas, texturas, esa bien labrada polifonía y esos acentos tan propios, en los que se dan la mano un espléndido entendimiento del glisando, una aplicación expresiva del rubato y un dominio de las progresiones dinámicas.
Este artista está en el secreto de la forma; o, por mejor decir, de la especial manera de concebirla Mahler, que fue, después de todo, quien, anticipándose a su discípulo Schönberg y al expresionismo musical, la dinamitó desde dentro. La liquidó en gran parte, aunque en la Cuarta queden todavía muchas de las estructuras clásicas. Esta obra es un precipitado a posteriori de las sinfonías vienesas de Mozart o de las londinenses de Haydn. Pasadas, naturalmente, por el cedazo de la digresión, de la ironía y de los falsos cantos infantiles. Partitura en cualquier caso, bien que edificada en cuatro movimientos, muy original. Como también lo es la Quinta, que se sumerge en mayor medida en el desequilibrio y avisa ya del nihilismo, vanamente disfrazado de serenidad y optimismo en su tiempo lento y en su triunfalista Finale.