Image: Actuar o morirse de pena

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Escenarios

Actuar o morirse de pena

30 abril, 2013 02:00

Ron Lalá saluda al término de su espectáculo Siglo de Oro, siglo de ahora.

El teatro camina sobre el filo del abismo. Entre recortes, subidas de impuestos y falta de público, las productoras privadas y las instituciones públicas financian muy contados montajes. En ese contexto, actores y directores deben ingeniárselas para seguir trabajando. Fundar cooperativas, sociedades y asociaciones que posibiliten la autoproducción es la fórmula más socorrida para salir adelante. Recorremos el sector para analizar los ejemplos más significativos de un fenómeno cada vez más frecuente


"Hacer algo que no te permite vivir es terrible". Miguel del Arco expresaba este lamento tras recoger el Premio Valle-Inclán de Teatro, hace apenas un mes. Él es el hombre de moda de nuestra escena. Una auténtica cosechadora de galardones. Sus obras se solapan en la cartelera madrileña. El año pasado, por ejemplo, consiguió hacer un llamativo doblete en dos de los espacios emblemáticos de la ciudad: sus versiones de El inspector de Gogol y De ratones y hombres de Steinbeck se representaron simultáneamente en el Teatro Valle-Inclán (CDN) y el Teatro Español. Todo un logro que sin embargo no le permite ninguna holgura. De hecho, algunas de sus iniciativas en estas fechas se han quedado en suspenso por falta de financiación. Tenía intención de levantar una adaptación propia de El misántropo de Molière pero la falta de fondos y perspectivas de recuperar inversiones postraron el montaje en el apartadero de las ilusiones truncadas. Suerte que el Valle-Inclán viene acompañado de 50.000 euros. Y Del Arco ya ha confesado que los destinará a la pieza del autor francés.

Pues si alguien como él, en plena racha, anda así, pueden imaginarse el resto de profesionales del sector. Enfrentados a muro que para algunos ya es demasiado alto y no ven manera de franquearlo. Ni saltándolo ni derribándolo. Pero la vocación es un motor de potente cilindrada. Y son otros muchos los que no se dan por vencidos y siguen ingeniando fórmulas para poder sobrevivir (e incluso vivir) del teatro. Toca reinventarse y asumir nuevas responsabilidades, que no se circunscriben en exclusiva al territorio escénico o artístico. En los últimos meses bajo las producciones estrenadas en nuestros teatros está el patrimonio de actores y directores que se lo han jugado para no quedarse encerrados en su habitación lamentando su suerte.

Un ejemplo de obstinada persecución de un sueño es el protagonizado por Daniel de Vicente. "Con 22 años he sido autor, director, productor, regidor, administrador...", explica a El Cultural. Tenía todo en su contra. Era demasiado joven. Era un desconocido. Era español ("Sí, parece que a los programadores sólo les interesan los extranjeros que triunfan en Londres, Nueva York..."). Pero al final ha conseguido estrenar Cordón umbilical, una denuncia del carácter endeble de las apariencias, que puede verse en el Teatro Lara, tras su paso por la Sala Triángulo. Desde que empezó a escribir las primeras frases, con 18 años, De Vicente decidió ir metiendo en la hucha una cuantiosa porción del dinero que le dejaban diversos trabajos alimenticios. "Sabía que no me iban a hacer mucho caso, así que tenía que tener yo mismo mis propios recursos para ponerla en pie". Y se la jugó: contrató actores, iluminadores y escenógrafos con sus ahorros. Sin contar con el compromiso de exhibición de ninguna sala. El talento y la suerte le han permitido ganarse su pequeño hueco en la cartelera.


Daniel de Vicente junto al plantel de actores de 'Cordón umbilical'

Muy jóvenes también eran los componentes de Ron Lalá. Fue en el instituto cuando decidieron crear una compañía, que en un principio se limitaba a espectáculos en los que fusionaban música y poesía que rodaban por universidades, salas de conciertos, pequeños teatros... Todo idealismo y diversión. Pero hacia 2004, cuando gracias a Mi misterio del interior se convirtieron en un referente del humor underground, comprendieron que debían adoptar una estructura societaria que les dotara de una cierta seguridad y estabilidad. Sobre todo a la hora de facturar y gestionar sus propias contrataciones y bajas y altas en la Seguridad Social. Y constituyeron una Sociedad de Responsabilidad Limitada, integrada por seis socios que adoptan decisiones de acuerdo a un criterio horizontal (tanto montan, montan tanto...).

"Hasta la fecha nos hemos autoproducido todos nuestros espectáculos", explica Miguel Magdalena, socio fundador de Ron Lalá. Y les ha ido muy bien. Hasta que llegó la crisis con el mazo y con las deudas. "Entre ayuntamientos, diputaciones, comunidades autónomas... nos debían más 100.000 euros". La compañía se tambaleó. Hubo momentos críticos en que parecía que el único desenlace sensato era poner punto y final a la bonita historia de amistad, risas y escenarios de medio mundo. De la asfixia les salvó algún adelanto de su distribuidora y, advierte Magdalena (de nombre artístico Perilla de la Villa), "una confianza absoluta en nuestro proyecto". Por suerte siguieron en la brecha. Y ahora están embalados, en gran medida gracias a la admiración despertada en Boadella, que cuando les vio haciendo un pase de Siglo de Oro, siglo de ahora les confesó: "Este es el teatro que haría yo si fuese joven". La temporada en el Canal fue un éxito, coronado con una nominación a los Premios Valle-Inclán y otras dos para los Max (a la mejor producción y al mejor musical). La ley de proveedores promulgada por el Gobierno les ha servido además para recibir algunos pagos atrasados.

Otra Sociedad Limitada ha permitido que estos días se esté representando Feelgood en Matadero. Todo germinó en el montaje de Todos eran mis hijos dirigido por Claudio Tolcachir en el Teatro Español en 2010. El plantel de actores (Alberto Castrillo Ferrer, Fran Perea, Manuela Velasco...) alcanzó tal grado de complicidad que buscaron por todos los medios seguir trabajando juntos. Le estuvieron dando muchas vueltas a la elección de una obra con la que seguir colaborando. Hasta que encontraron el texto de Alistair Beaton, una disección del impacto que puede tener el poder sobre la conducta humana. Cuando llamaron a las puertas de los productores, sin embargo, no se las terminaron de abrir. Así que se lo montaron por su cuenta.

"Creamos la compañía Entramados y empezamos a ensayar en una de las salas de la Resad que nos dejaron", explica Castrillo Ferrer a este suplemento. "Luego pagamos a un iluminador y a un escenógrafo para hacer un esbozo de ensayo general en la Resad". La cosa funcionó. Natalio Grueso, director de programación del Área de las Artes de Madrid, quiso coproducirla y llevarla al Matadero. Les quedan dos semanas en cartel. "Los gastos económicos en que incurrimos están cubiertos. Ahora depende de la taquilla si ganamos algo más. Pero yo le he dedicado seis meses casi en exclusiva a este proyecto. No es que sólo haya invertido dinero. También mucho, mucho tiempo que he dejado de trabajar en otros sitios".

A su caché también renunciaron lo actores El café de Fassbinder, obra que estuvo en el cartel de la Abadía en marzo. La subvención que estaba aprobada se revocó y la posibilidad de llevar a buen puerto el espectáculo naufragó. Las ganas de los actores de subirla a las tablas hizo que terminaran por prescindir de sus cachés para ligar su suerte a lo que sucediera en taquilla. El director británico Dan Jemmet también rebajó cuantiosamente su remuneración. Aun así, los intérpretes de la obra se empeñaban en advertir que su decisión no debía servir de precedente. Lo lamentable es que cada vez se repite con más frecuencia. Alberto Castrillo Ferrer, que en Feelgood es el director, encuentra, no obstante, un aspecto luminoso en esta dinámica: "Creo que se está volviendo a la cultura de compañía. En los últimos años, el actor, en muchos montajes, estaba cada vez más relegado, como si fuera una pieza que se podía sustituir fácilmente. Y eso era una aberración, porque el teatro se sostiene sobre todo en los actores".


Momento de la representación de 'El café' de Fassbinder, en el Teatro de la Abadía.

Eso lo saben bien en Teatro de Cerca. Una original propuesta que ahora cumple 10 años y que, en estos tiempos convulsos, no sólo está aguantando muy bien el tipo sino que está sirviendo de modelo para muchos actores y directos que quieren seguir comiendo cada día y trabajar en lo suyo. Esta compañía escenifica sus propias obras a domicilio. ¿Que quiere celebrar un cumpleaños o una fiesta despedida o recibimiento y hacer algo llamativo para sus invitados? Pues rellena que el formulario que tienen en su web y les contrata, eligiendo la obra que prefiera. El grupo nació curiosamente en Port Aventura, donde se encargaban de darle color (malabares, representaciones callejeras...) al parque temático.

"Queríamos avanzar en nuestra camino profesional. Vimos que teníamos muchos criterios en común y formamos la compañía", explica a El Cultural Carmes Flores, actriz y productora. "Quique Culebras escribió una obra para empezar. Eran dos diálogos. Por un lado, de dos chicas, y, por otro, de dos chicos. Nosotras terminamos antes de prepararlo y para ver si conectaba bien con la gente lo representamos en casa de unos amigos. Gustó tanto el concepto que decidimos especializarnos en ello". De esta pequeña pieza, Carcoma, llevan 352 funciones en casas particulares, aunque tienen un repertorio variado.

Aparte, los nueve socios que componen la asociación que conformaron también trabajan en espacios más convencionales: en Madrid, por ejemplo, estrenaron en el Círculo de Bellas Artes Fando y Lis, de Fernando Arrabal que no deja de procurarles elogios. Y en la actualidad están en el Espai Brossa de Barcelona. "La verdad es que, en lo que respecta al teatro a domicilio, seguimos en un ritmo muy similar al de antes de la crisis". He aquí un microsector que no ha sido zarandeado por la recesión. Un caso insólito que pone de manifiesto que no hay que dejar de agudizar el ingenio para evitar ser noqueado por el desastre. El ingenio, ese chaleco salvavidas en aguas agitadas...