Muere George Moustaki y parece increible. Muere porque se le acabaron de consumir los músculos tras pasar por una enfermedad crucial, como él mismo había explicado hace poco con la gentileza de quien ha vivido lo suficiente como para no denegar una respuesta por molesta que parezca la pregunta. Esos músculos listos y esa osamenta flaca, esa sonrisa en los ojos y ese pelo por todo el cuerpo cada vez más nevado, que de alguna manera simbolizaron una mediterraneidad cosmopolita, de un cosmopolitismo casi de película de espías o de novela de entreguerras. Quienes se interesen por estas líneas escritas en emoción y vértigo ya sabrán que el cantautor francés no era francés del todo, que con los tan italianos nombre Giuseppe y apellido Mustacchi era hijo de judíos libreros originarios de la griega isla de Corfú que hablaban casi todas las lenguas de la moderna Babel y que su primer llanto se le escapó en la egipcia Alejandría, aunque pronto sus pasos se encaminaron a la francesidad ilustrada universal.



Y parece increíble porque hasta hace muy poco (o quizá ya no haga tan poco y sea verdad que el tiempo vuela), estaba presente a menudo en los escenarios españoles, a menudo, como si tuviera una cita periódica con ese público resistente que siempre ansiaba verlo, con su ropa blanca y su barba blanca que no siempre fuera blanca y su instrumento de madera. Tanto que uno casi siempre decía que dejaría pasar esa oportunidad porque en unos meses llegaría otra. En realidad lo que nos ocurría era que no resultaba sencillo encontrar complicidad de un acompañante. Entre nosotros, los nuevos amantes de la música de los noventa, indies y demás ralea moderna, Moustaki no encajaba con lo guay de alguien respetado por las generaciones anteriores a quien nosotros pudiéramos rendir nuestro tributo de redescubrimiento. Sin el aura maldita y sin el gancho de personalidad posmoderna de otros europeos singulares que hicieron su carrera en los 70 y 80, a los que pronto reivindicamos a merecidísimos gritos (con Monsieur Gainsbourg y el maestro Battiato a la cabeza), aparentemente alejado del imperio songwriter anglosajón, a menudo uno exclamaba ¡Moustaki! y brotaban acelgas como caras y ceños con eñe. Ocurría dentro de nuestras fronteras pero también a menudo entre los connoisseurs de lo alternativo parisinos, marselleses o bruselenses, hay que decirlo. Moustaki sonaba a cantautor protestón y romanticón, a alférez de Brassens o Ferré. No era Brel, de ninguna manera, no era alguien así. No. ¿Moustaki? Hmmm.



A algunos nos enojaba tal desprecio y nos mirábamos y encontrábamos en su sensual propuesta de revuelta, en la poesía de repetición (cual rifle) que enarbolaba en esas canciones que tenían siempre algo de rotatorio, desplegando los motivos de su argumentación alrededor del tema principal. Canciones de pocos acordes que atesoraban más sorpresas melódicas y armónicas de las que evidenciaban. Es verdad que quizá le faltó un gran disco de referencia. Una obra cerrada, producida con un poco más de ambición y fuerza para su utopía. Pero su colección de coplas, al principio escritas para otros como Piaf, Yves Montand, Serge Reggiani o Barbara, luego para cantarlas con su voz suave y áspera, era tan extensa como las fuentes de las que bebía (folclore griego, indio, judío, árabe, nuevo folk y blues estadounidenses, tango, bossanova, jazz, psicodelia...).



Así que el público nuevo, más joven, desprovisto de los filtros de la militancia sesentayochista y continuación, nos sumábamos tímidamente y casi con cuentagotas al ritual de esos resistentes que aún lo esperaban. Hablo con mi amigo y contemporáneo Diego Yturriaga hoy, los dos algo acongojados porque nunca pensamos que estaría mal. Él ya no podrá acercarse con aquella sensación de clandestinidad tan especial a verlo tocar en Salamanca o en Clamores Le Métèque, Ma Liberté, Le Temps de Vivre, Il Y Avait Un Jardin... En seguida nos alegramos porque nos acordamos de su orfebrería, sus lecciones de vida dejadas ahí como quien juega al tenis de mesa, de su revolución diaria y su posible parentesco con Leonard Cohen, claro, otro hombre de inteligencia y letras, otro hombre tranquilo que ha vivido mucho y con quien tanto comparte musicalmente pero no sólo. Se despliega ahora su suave manto de confidencias sobre la libertad, la soledad, la revolución susurradas para pocos y entonadas por muchos miles. Y la declaración de este gran hombre libre vuelve a parecernos tan trasnochada como necesaria, tan hermosa como inalcanzable:



Yo declaro el estado de felicidad permanente sin que esto se quede en palabras con música, sin esperar que venga el tiempo del Mesías, sin que se vote en ningún Parlamento. Digo que, en adelante, seremos responsables. No daremos cuenta a nadie y a nada y transformaremos la casualidad en destino.