Daniel Barenboim con la WED. Foto: Luis Castilla.
Sevilla y Cádiz contemplarán, a partir del domingo, los dos conciertos en los que el triunfador del Concierto de Año Nuevo de Viena y director de la Ópera de Berlín celebrará los diez años de existencia de la Fundación Barenboim-Said.
Para conmemorar ese décimo aniversario, se han organizado dos conciertos bien distintos, uno en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, el próximo domingo día 19, y otro en el Gran Teatro Falla de Cádiz, el 21. En el primero se va a interpretar el acto segundo de Tristán e Isolda de Wagner. Se cuenta con un reparto que no es cualquier cosa, compuesto de artistas de indudable rango. Isolda será la sueca Irene Theorin, que continúa, con menos medios sin duda, la tradición de sopranos dramáticas nórdicas. Tristán estará servido por el alemán Peter Seiffert, cantante ducho en un menester que a veces le sobrepasa, pero que defiende con dignidad. Ninguno de los dos es ya joven. A su lado figuran también Lioba Braun y Falk Struckmann.
En Cádiz el programa es muy distinto. Se interpretarán la Sinfonía Concertante para violín, viola y orquesta de Mozart y la Sinfonía n° 7 de Beethoven. La expectación ante ambos acontecimientos es tal que hace días que se han agotado las localidades. No en vano el público quiere escuchar a este conjunto orquestal, tan entusiasta y bien engrasado, que, bajo la férula del director argentino-israelí, ha alcanzado un alto nivel de conjunción y calidad en estos pocos años. Es sabido, por otro lado, el gancho de este músico polifacético, que sin duda tiene muy ahormadas composiciones de repertorio como las programadas en ambos teatros.
Nadie discute hoy, por ejemplo, el conocimiento de este artista de una literatura como la wagneriana. En especial, de esta obra maestra que es Tristán e Isolda, que ha dirigido en multitud de ocasiones, varias de ellas en el templo de Bayreuth. Y, hablando de Andalucía, hemos de recordar que ese mismo segundo acto de la ópera lo dirigió hace unos años en el Festival de Granada. Está claro que a Barenboim, por espíritu y querencia, se le puede considerar inmerso en la acrisolada tradición germana y que sirve, por su cultura y manera de ver la música, una forma de hacer heredada de las antiguas y en algún caso pioneras batutas wagnerianas, a las que respeta y sigue desde sus propios presupuestos analíticos e interpretativos. Ligado a la filosofía furtwangleriana, el director circula por caminos de honda penetración, sondeando precipicios y ascendiendo a cumbres arriscadas, imbuido ya de un lenguaje y un modo de proceder respecto a los diversos parámetros que configuran las óperas del compositor teutón.
La base sonora quedará de seguro bien expuesta. El pulso del músico judío-argentino no suele vacilar, aunque en ocasiones no termine de equilibrar con total claridad los distintos planos y de encajar voces y orquesta. Pero, lo hemos podido comprobar en otras oportunidades, conserva esa ardiente palpitación que define a la obra de principio a fin y que marca el devenir del canto amoroso, revestido, gracias al cromatismo de la armonía y a la configuración de la llamada melodía infinita, de una envolvente pátina erótica.