Valery Gergiev. Foto: Javier del Real.

El martes, Valery Gergiev arranca en L'Auditori de Barcelona una gira con la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky por nuestro país que le llevará también, el 13 de febrero, al Auditorio Nacional. Los programas estarán integrados por partituras de Mozart, Wagner y Mahler.

En esta sección hemos hablado repetidamente de Valeri Gergiev (Moscú 1953), un director que nos visita con frecuencia y que siempre ofrece motivos para el interés en el curso de su enfebrecida actividad, a lo largo y a lo ancho de una Europa que conoce como la palma de la mano y a cuyos más recónditos rincones se desplaza desde su permanente feudo del Mariinsky de San Petersburgo. En esta ocasión nos lo trae Ibercámera y La Filarmónica, que afronta su segunda temporada, en busca del asentamiento ante el público madrileño.



Gergiev, después de un sereno inicio con el Preludio del tercer acto y los Encantamientos de Viernes Santo de Parsifal de Wagner, música de una espiritualidad y, al tiempo, de una sensualidad esplendorosas, nos abre la puerta de la abismal Sinfonía n° 9 de Mahler, asimismo una suerte de testamento en el que se dan cita otro tipo de fuerzas, las del ensimismamiento, el conflicto interior, la despedida, entre desolada y tímidamente esperanzada, integradas en un todo sinfónico de una profundidad extraordinaria, trazado sobre una milagrosa estructura dramática. Los tintes expresionistas, la maravillosa construcción en la que se manejan varios temas, la original aplicación de la forma sonatística, que el compositor acababa de liquidar por completo, dan vida a una partitura insondable que exige lo mejor de batuta y orquesta. Con Mahler también concurrirá en L'Auditori de Barcelona, el día 11. Interpretará, aparte del Concierto para piano y orquesta n°21 de Mozart, su Sinfonía n°5.



En este universo desgarrador el director ruso se mueve con soltura. No en vano lleva años trabajando esta música, a la que es muy afín y que ha situado numerosas veces en los atriles de la Sinfónica de Londres -de la que es principal invitado- y de la orquesta de su teatro. Con ésta última hemos podido escucharle por estos lares las Sinfonías 2 y 3, ésta última en San Lorenzo de El Escorial. Versiones las suyas en las que late una perenne tensión, la misma que define sus acercamientos a otro de los compositores de su especialidad, Shostakovich, y que responden a sus características como maestro, en tantas oportunidades comentadas, a su modo de entender la música y a su estilo y gestualidad.



Actitud nerviosa, mímica expresiva, observación global del pentagrama, sin descender al detallismo o al análisis minucioso, vigor e intensidad en los planteamientos, energía en ocasiones brutal y espectro sonoro más bien ácido. Son algunos de los rasgos que ayudan a perfilar esta singular figura de la dirección actual, heredero de aquellos grandes antecesores, como ellos magnífico servidor del teatro lírico de su región geográfica: Golovanov, Khaikin, Svetlanov, Kondraschine, Rozhdestvensky o Temirkanov, a quien sucedió. En sus inicios había sido alumno de Musin en Leningrado. Recibiría el premio Karajan en 1980. Aparentemente desgalichado y con cara de pocos amigos, de técnica gestual poco académica y no especialmente atractiva, de concepciones que un cierto efectismo puede llevar a lo epidérmico, consigue, no obstante, resultados de un nervio e incluso, como contraste, de una delicadeza de evidente valor artístico.



Movimientos excéntricos

No hay duda de que a ello le ayuda su poder de comunicación y de convicción: los instrumentistas, al menos los de la Orquesta del Mariinski, parecen imantados y magnéticamente llevados de unos excéntricos movimientos de unas manos blancas y volátiles -dirige casi siempre sin batuta- y unos dedos en perpetua vibración. A estas alturas no se puede negar la autoridad y ascendiente de Gergiev, ya casi un mito en su tierra y amigo personal de Putin. Curiosamente, y lo hemos podido comprobar más de una vez, por ejemplo, en una sorprendente Tetralogía wagneriana de Las Palmas hace unos cuantos años, en ocasiones su tradicional fiereza, la habitual tensión que emana de su gesto y de sus modos puede llegar ser sustituida por una evidente mesura de tempi, una hasta casi reflexiva forma de frasear, en busca no pocas veces de efectos tímbricos insólitos.



Pero lo que suele prevalecer es por lo común la intensidad y la persecución de un colorido orquestal oscuro y caleidoscópico, la rotunda sonoridad, un tanto acre en los instrumentos de la Orquesta del Teatro Mariinsky, que él ha ahormado a lo largo del último decenio con mano de hierro. Una simple indicación de las móviles manos puede causar demoledores efectos en el conjunto y comunicar una pasión muy a flor de piel, en algunos instantes excesivamente trémula, al tiempo que obtener un grado de excitabilidad por momentos insoportable y que, en una obra como la Novena de Mahler, llega a encontrar un lógico cauce. Los acentos y los matices, tan próximos a los que muy poco después cultivarían los integrantes de la Segunda Escuela de Viena, es muy posible que sean resaltados por el director en esta nueva cita madrileña.