Anna Netrebko en la pien de Manon Lescaut. Foto: Silvia Lelli.

El personaje de Anna Netrebko no ha devorado a Anna Netrebko (Krasnodar, 1971). Es la mejor garantía con que los espectadores de Barcelona pueden escucharla el miércoles (21) en el Palau a propósito de un programa que resume sus ambiciones vocales y su versatilidad.



Empezando por las alusiones al Macbeth de Verdi. Una excusa que permite a la cantante austro-rusa o ruso-austriaca descolgarse en los papeles oscuros y dramáticos, así como proyectarse en su afinidad verdiana. Desglosará la diva Il Trovatore y Don Carlo, aunque el recital también la ubica a los pies del verismo. Incluidas las alusiones a Adriana Lecouvreur y el éxito que le ha proporcionado su debut como protagonista de Manon Lescaut a las órdenes de Riccardo Muti.



Las hechuras de modelo y su voluptuosidad en escena convirtieron a Netrebko en una diva irresistible. Especialmente cuando protagonizó en el Festival de Salzburgo (2005) una arrebatadora versión de La Traviata (Giuseppe Verdi) a la vera del tenor mexicano Rolando Villazón. Debió cuajarse también entonces el idilio de ambos. Fue un periodo efervescente, desquiciado. Los teatros se los subastaban, más o menos como si trascendiera en escena la afinidad musical y la sentimental. Un vórtice artístico y pasional al que puso freno la crisis vocal y personal de Rolando Villazón.



Se descompuso el cantante azteca. Su carrera se resintió de la precipitación y de las ambiciones. Les ocurre a los epígonos de Plácido Domingo. Tanto se obstinan en imitarlo que los derrite el sol como a Ícaro: Villazón abdicaba como el mesías de los tenores, mientras que Netrebko perseveraba y persevera en una carrera sólida e inteligente.



Fue el contexto en el que apareció Erwin Schrott, versión operística de Jack Sparrow y barítono de hojalata. No se trata de denigrarlo. Él mismo se define de tal manera porque schrott significa hojalata en alemán y porque el trajín de su vida en los arrabales de Montevideo tanto le predispuso a los oficios de quincallero como de zapatero. ¿Quién mejor que él para convertirse en el galán de un cuento de hadas? Tiene sentido preguntárselo porque la hagiografía y el mito de la Netrebko aloja la versión posmoderna de La Cenicienta. Ella misma se ganaba la vida limpiando los suelos del Teatro Mariinsky de San Petersburgo.Tenía 16 años, era estudiante de canto en el conservatorio y esperaba la carambola de una oportunidad para responder a las expectativas familiares. Se la dio Valery Gergiev, sumo sacerdote de la ópera rusa y símbolo de la explosión cultural en tiempos de Putin.



Después sobrevino su debut mozartiano en Salzburgo de la mano de Harnoncourt, el contrato exclusivo con el sello Deutsche Grammophon, su reconocimiento en los grandes teatros del Grand Slam y la reveladora Traviata que cuajó a las órdenes de Willy Decker.



Verdi había pensado en ella. Y Puccini también, puesto que la Manon Lescaut representada el pasado mes de marzo en la Ópera de Roma demuestra que la Netrebko ha sobrepasado a estas alturas la dependencia del físico y de la dieta.



Otra cuestión son los paparazzi que la asedian por su ruptura con Schrott y por los amoríos desmentidos con un tenor ruso. La persiguen en cuanto prima donna absoluta del escalafón sopranil y en cuanto personaje estrafalario, pero la artista resiste y evoluciona.



Austria le dio el pasaporte como si fuera un hallazgo patrimonial y el Met neoyorquino despeja el calendario a su antojo, asumiendo que Anna Netrebko es uno de los grandes fenómenos musicales de nuestro tiempo, más allá de los disgustos que le han proporcionado su lealtad a Putin en materia de expansionismo y de homofobia.